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viernes, 19 de febrero de 2010

Presidente.

En España tenemos un problema con el pasado. La Historia es una herramienta muy importante para evitar repetir errores, que nos permite analizar mejor las circunstancias del presente y nos previene ante el futuro, pero la Historia es un asunto científico y no visceral. Una condición previa para analizarla es hacerlo sin apasionamiento, como el químico que analiza sustancias en una probeta. Esto frecuentemente es difícil porque este análisis siempre tiene un sentido dialéctico o, como se suele decir, cada uno cuenta la feria según le va en ella. En nuestro país la Historia actual, (y en Historia lo actual es aún todo el siglo XX), tiene un peso enorme en nuestra vida cotidiana del presente, unos y otros discutimos sobre el pasado continuamente, pero lo que es peor, adoptamos posturas de un dogmatismo intolerante en base a nuestro posicionamiento histórico. Suelo decir, acudiendo a un humor negro que reconozco es de dudoso gusto, que en España la gente se posiciona en la derecha o en la izquierda según el bando que te mató al abuelo. Por eso aquí hay tantos empresarios de izquierda y tantos obreros de derechas, porque la gente se define políticamente en función del pasado más que en función de sus intereses actuales. Pero hay una consecuencia mucho más peligrosa que es la inmensa separación que se produce entre españoles hasta el extremo de consolidar el concepto manido de las dos Españas irreconciliables.

Cuando uno viaja fuera, lee la prensa extranjera o tiene algún contacto con la realidad de otros países, se da cuenta de que fuera de España la cosa no es así. Un francés, por ejemplo, es un francés sea de izquierda o de derechas. La bandera española, sin embargo, es de derechas. A mí personalmente me dan igual todas las banderas, pero conozco mucha gente que hacen ostentación del escudo del Real Madrid pero que jamás llevarían una rojigualda. Esto se debe a que, en tiempos, la izquierda tuvo otra bandera con más colores que la actual, pero de eso hace ya más de setenta años.

En la práctica, España funciona como una confederación formada por dos países de una forma muy parecida a Bélgica. Bélgica está formada por valones, que hablan francés, y por flamencos, que hablan una lengua germánica que es un dialecto del holandés y la mayoría de los belgas no conocen la lengua de los otros y sólo conviven dentro del mismo Estado por razones históricas, sin compartir una cultura común y padeciendo frecuentes enfrentamientos. España es como una confederación de dos países, uno de derechas, con una bandera rojigualda, que acepta la democracia porque no le queda más remedio pero que le gustaría vivir en una prolongación del franquismo y que preferirían como Jefe de Estado al general Armada antes que al Rey; y otro de izquierdas, sin bandera, firmemente republicano pero que acepta sin condiciones al Rey desde la noche del 24 de febrero de 1981.

Este planteamiento no es serio. Yo estoy seguro de que si a un francés de izquierdas le dices algo ofensivo sobre Sarkozy, o a un británico de derechas sobre Brown, se sentirían molestos por cuanto que entenderían que estás ofendiendo a la máxima autoridad política de su país. Aquí, por el contrario, los propios congresistas se tratan entre sí de una forma que es mucho más ofensiva que la que utilizaron los aliados contra los nazis, por poner un ejemplo histórico.

El tema no deja de ser curioso por cuanto que, a la hora de la verdad, ni los españoles entre nosotros, ni los partidos políticos entre sí, nos diferenciamos mucho por estar en un bando o en otro. La inmensa mayoría de los intereses son bien defendidos esté un gobierno de un signo o de otro. Una gran parte de la culpa de este absurdo la tienen los propios dirigentes por adoptar medidas importantes sin acudir a un cierto consenso entre ellos. Hace mucho tiempo que esto se ve en las políticas educativas y parece que el clamor de la calle ha llegado a la Cámara y están en fase de consensuar una política educativa que no sea ni socialista ni popular sino española. El partido popular no debió meternos en la guerra de Irak, que era una guerra que no querían ni los suyos, ni el partido socialista debería aprobar leyes que no comprende la Iglesia Católica sin haber convencido antes a la derecha de que debe ser así, lo que no es impedimento para que la derecha se entere de que ya no estamos en el nacional-catolicismo.

En España cuando los presidentes del gobierno terminan su mandato no son retirados son literalmente aplastados. En EE.UU. a los expresidentes se les suele encargar trabajos de mediador de prestigio, hemos visto a Carter, a Bush y a Clinton en estas funciones, incluso trabajando para gobiernos de signo contrario al que ellos presidieron. Aún recuerdo los años terminales de Adolfo Suárez que Javier Cercas nos ha recordado en su último libro. Calvo Sotelo fue un hombre discreto que pasó sin pena ni gloria, pero Felipe González quedó para la derecha como un criminal. Aznar fue el hombre más denostado por la izquierda después de Franco, pero Zapatero pronto le superará a la hora de recibir odio, en su caso de la derecha.

Uno podrá estar en contra de la política seguida por un partido y su líder, pero de eso al insulto hay un paso que no se debe dar y menos aún siendo representante de la voluntad popular. Rajoy está obligado a criticar al Gobierno, que para eso le pagan, pero no debería referirse al presidente como bombero, insinuar que es un mentiroso o que es el hazmerreir de nadie. Todas las críticas a la política del Gobierno son posibles, pero no decir frases como: ”déjese de mesas y cambie su política”. Esas frases son demagogia.

Pero lo que es absolutamente increíble es que un hombre de la categoría de un Presidente del Gobierno de España, entre al trapo de sus críticos y tenga gestos con sus saboteadores como el que tuvo ayer Aznar en la Universidad. Alguien debería decirle que tenga más cuidado, pero ¿quién le dice al Rey que está desnudo?

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