Este tiempo atrás, tuve la suerte
de estudiar una asignatura con Yayo Aznar. Pese a tener un apellido tan poco
sugestivo, es una excelente profesora de la UNED con la que estudié una
asignatura que se llama “Últimas tendencias del arte” (Yayo es un nombre femenino aunque
termine en “o”, Sagrario). Curiosamente, esta asignatura se da en primer
curso, mientras que las referentes a estética, se estudian en cursos
posteriores. Creo que lo que Yayo pretende es que nos enfrentemos a las obras
modernas, o mejor dicho postmodernas, con una mirada lo más limpia posible de
prejuicios ya elaborados.
Tengo la suerte de compartir con
mi familia más próxima y mis amigos un cierto interés por las artes y también
por las artes plásticas, de modo que a menudo asistimos juntos a exposiciones
cuando viajo a Madrid, cosa que suelo hacer con cierta frecuencia. En
cuestiones artísticas hace mucho tiempo que me planteo que el arte vivo es el
que se hace ahora mismo. Uno puede ser muy aficionado a la polifonía francesa
del siglo XIV, con lo cual tendrá muchas oportunidades de disfrutar de una
música maravillosa, pero su carácter histórico la convierte, por definición, en
una pieza de museo, una muestra de tiempos que no volverán. De manera que
siempre he pensado que, si es el arte lo que nos interesa, estamos obligados a
tratar de entender el arte que se hace ahora mismo, aunque a veces visitemos
los museos. Llevado por esta premisa y bajo el influjo de la buena dirección de
Yayo, mi profesora, visité algunas exposiciones con la intención de compartirlas
con mi círculo próximo de amigos y familia, comprobando que no les gustaba nada
los montajes (instalaciones) ni demás manifestaciones artísticas de la última
vanguardia, estos creadores actuales empeñados en que no se les llame artistas,
a los que la gente responde indignada: esto no es arte. Claro. ¿Qué significado tiene esto? ¿Por qué le
llaman arte a una cosa tan fea?
No me refiero a esa apreciación sobre lo snob a que se refiere Muñoz Molina en la última entrada (cuando escribo esto) de su blog: qué importante, en la percepción de las artes, no mentirse a uno mismo, no empeñarse en creer que nos gusta algo -ni siquiera fingirlo ante otros- tan sólo porque nos hemos convencido de que si nos gusta es que somos más inteligentes, o más cultivados, o más modernos. No se trata de eso, se trata de una voluntad sincera, inocente y nada interesada en entender.
No me refiero a esa apreciación sobre lo snob a que se refiere Muñoz Molina en la última entrada (cuando escribo esto) de su blog: qué importante, en la percepción de las artes, no mentirse a uno mismo, no empeñarse en creer que nos gusta algo -ni siquiera fingirlo ante otros- tan sólo porque nos hemos convencido de que si nos gusta es que somos más inteligentes, o más cultivados, o más modernos. No se trata de eso, se trata de una voluntad sincera, inocente y nada interesada en entender.
Entre estos artistas hay uno que
es español aunque ha trabajado en Alemania y después en México. Se trata de
Santiago Sierra, (Madrid, 1966), licenciado en Bellas Artes por la Universidad
Complutense. En la Wikipedia se afirma de él: “El arte de Sierra, cargado de
reivindicaciones sociales y políticas desde sus comienzos, intenta visibilizar
la perversidad de las tramas de poder que fomentan la alienación y explotación
de los trabajadores, la injusticia de las relaciones laborales, el desigual
reparto de la riqueza que produce el sistema capitalista y las discriminaciones
por motivos raciales en un mundo surcado por flujos migratorios
unidireccionales (sur-norte)”. Y algo más adelante añade un comentario de Pablo
España: "presenta los mecanismos de dominación de
forma muy cruda, pero hay otras cosas a tener en cuenta como la frustración y
la decepción de la promesa del placer estético". Un ejemplo de esto es su
obra la trampa. En el comentario al vídeo que adjuntamos se dice: “fue
realizada para ser contemplada en exclusiva por personalidades ligadas, de una
forma u otra, al mundo de la cultura, los cuales fueron llamados de uno en uno
a internarse en un largo pasillo de madera. En un punto del camino el invitado
se veía en medio de un teatro con 186 trabajadores peruanos mirándolo sin decir
una palabra. No pudiendo salir en ese punto, debían volver sobre sus pasos,
pero el pasillo ya no conducía al punto de partida sino a la calle donde un
vigilante le devolvía las llaves de su automóvil y le agradecía su presencia".
Hace mucho tiempo que no acudo acompañado
a estas exposiciones, (instalaciones, performances, etc.). Suelo visitar el
Centro de Arte Reina Sofía pero sin invitar a nadie a que me acompañe, porque sé que si lo hicieran vendrían
por no dejarme solo, pero no por gusto. La sorpresa ha surgido esta semana con
la difusión de una performace de Santiago Sierra que ha salido en los
noticiarios de las televisiones y que todo el mundo ha podido ver. Pero lo que
más me ha sorprendido es que, ahora sí, todo el mundo lo ha entendido, ha
captado el mensaje y le ha parecido de perlas que este autor de vanguardia
sacara al Jefe del Estado y a todos los Jefes de Gobierno de la democracia
montados en unos carteles negros, como los que se usaban en los cines de la
Gran Vía, boca abajo y subidos sobre unos “Mercedes” negros con aspecto de
coche oficial que circulaban por esa Gran Vía lentamente una mañana de agosto. Todo
el mundo ha entendido que esta acción nos muestra a los máximos responsables de
la crisis económica en este país y lo hace exponiéndolos al público como se
hacía en la Edad Media, humillando a los condenados recorriendo las calles de
la ciudad sobre un caballo para vergüenza y escarnio de todos.
¿Por qué ahora sí se ha entendido tan bien y antes no?
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