El juez había interrumpido el juicio y nos había convocado para el día siguiente. Salimos a la calle y nos fuimos a tomar una cerveza. Entonces, sin venir a cuento, Jaime, mi abogado, me hizo la pregunta:
“¿Cuáles son los recuerdos más antiguos que
conservas de tu infancia?”.
Le describí varios.
Como cuando mi hermano se cayó por las escaleras, un recuerdo que hasta hace
poco era recurrente en mis sueños y que me producía una gran inquietud. Entre
mis recuerdos más antiguos también estaba el día en que bajé aquella escalera,
por donde se había caído mi hermano, y salí a la calle. En aquel barrio de Tetuán
de las Victorias en Madrid los niños algo mayores que yo andaban con las manos.
Hacían lo que llamábamos el pino, que consistía en que se sujetaban con las
palmas de la mano en el suelo y se erguían boca a bajo con los pies apoyados en una pared. A partir de
ahí, los más expertos se movían en inestable equilibrio apoyados en las manos, moviendo
los brazos como piernas, lo que a mí, que tenía unos cuatro años, me parecía
algo propio de extraterrestres. Por aquella calle pasaba un carro tirado por
una o dos mulas que iba recogiendo la basura y había hombres que llevaban un
saco oscuro en la cabeza sobre el que se echaban los sacos de carbón que iban
repartiendo por las casas. Los carboneros eran seres míticos para los niños. Se
hablaba del hombre del saco, que se llevaba a los niños que no se portaban bien
y todos pensábamos que esos carboneros lo eran, aunque en realidad sólo repartían
carbón para las cocinas de las casas y para las calderas (esto último sólo para
los barrios ricos que, además, disfrutaban de calefacción). Ese mineral era la
única fuente de energía que se usaba en las cocinas y para calentar el agua.
Los domingos mi madre me metía en un barreño de cinc donde echaba cazuelas de
agua que había calentado previamente en el fogón de la cocina quemando carbón,
me desnudaba y me lavaba como si fuera un cacharro de esos que fregoteaba en el
fregadero de piedra artificial, un objeto zarandeado, lo cual me molestaba
mucho. Nunca quería bañarme, porque mi madre me frotaba con una esponja como si
estuviera lavando la paellera. La verdad es que el baño me hacía entrar en calor.
Recuerdo permanecer de pie ante la ventana de la cocina viendo la calle. Había
nevado y todo estaba muy calmado, no se movía el aire, hacía mucho frío, pero
yo estaba calentito después del baño, en mi bata y repeinado. Recuerdo el
silencio exterior y el humo que salía de las casas: casi del mismo color que el
suelo nevado.
Estas y otras
historias parecidas le conté a Jaime quien, desde su insultante juventud, me
preguntó si yo me había criado en el Pleistoceno. “Más o menos”, le respondí. Sin embargo luego en la soledad de mi
casa, recordé una cosa que me había sucedido por entonces y que se me quedó
grabada en la memoria. Sucedió algo después de los hechos que le relaté a Jaime,
al poco de trasladarnos al nuevo barrio que se había terminado de construir en
el último año de la década de los cincuenta. Era de las primeras veces que iba
al colegio. Dejar el calor de mi casa y salir hacia el colegio me producía una
desazón tremenda, como supongo le pasa a todos los niños cuando empiezan su
vida escolar. Acostumbrados a los excesivos cuidados de los padres que, apenas
te dejaban un espacio de libertad por dónde se pudiera colar el peligro, (como
aquella vez en que mi hermano se cayó por la escalera), ir al colegio y
enfrentarte a personas que se comportaban de forma muy diferente a ellos era un
reto que al principio se hacía muy doloroso. Es verdad que los profesores, los
de aquella época, a veces se enfadaban y se ponían nerviosos cuando no hacíamos
las cosas como ellos querían. Es verdad que teníamos que salir de casa y hacer
nuestra ruta al colegio sin perdernos, lo que al principio nos creaba una
cierta ansiedad. Pero lo que verdaderamente te hacía sentirte mal era
enfrentarte a los compañeros que eran algo mayores y que se dirigían a ti de
forma poco amable. Hay un tipo de personas que desde muy pronto manifiestan una
inclinación natural a avasallar a los demás. Personas que disfrutan sádicamente
haciéndoselo pasar mal a los otros. Esa costumbre cruel de reírse de quien
resbala en el suelo helado y se cae y hacerlo a carcajadas en lugar de correr
en su auxilio. Todos, hemos tenido de niños alguna inclinación parecida, una
especie de carencia de empatía hacia los demás, una inclinación sádica en la
que el dolor de los otros supone placer para nosotros. Pero, aunque todos podamos
tener pulsiones parecidas, hay personas que están dominadas por estas
inclinaciones y son parte fundamental de su personalidad. Un día iba yo al colegio pertrechado con un abrigo largo y una
bufanda que mi madre me ataba al cuello y que, para que no se me aflojara y
cogiera una infección de garganta, me apretaba hasta el límite de lo posible:
un punto antes de lo suficiente para morir por asfixia. Debía llevar una cara de
agobio considerable cuando dos chicos mayores, es decir con uno o dos años más
que yo que andaría por los cinco, me lanzaron un improperio del tipo de: “¿Dónde vas, “atontao”, que pareces un
salchichón ahí metido?”. Con la bufanda apretada apenas podía hablar y con
una voz flojita les dije: “al colegio”.
Ese hilito de voz les hizo crecerse al comprobar la debilidad que emanaba de mi
cuerpo, fue como un hilito de sangre para las fieras. Cuanto más notaban mi
debilidad más crecía su crueldad, de modo que empezaron a agarrarme y a
zarandearme al tiempo que seguían lanzándome improperios. Estando en este
suplicio tuve la suerte de que pasaran por allí dos niñas que también iban al
colegio, dos heroínas, (tal vez Juana de Arco y su escudera), y que al ver lo que le estaba pasando a ese
niño que apenas se vislumbraba debajo de la bufanda y la cara de susto que
debía de tener se dirigieron a mis agresores y empezaron a regañarles porque
eran conscientes de mi notoria inferioridad. Las niñas consiguieron poner en
fuga a los sádicos matones y me acompañaron hasta el colegio, llevándome de la
mano. Desde aquel día surgió en mí una especial inclinación hacia las niñas que
parecían carecer de la maldad de que hacían gala mis congéneres. Luego la vida
me enseñó que esa distinción no era tan clara e incluso sirvió para desarmarme
de precauciones que debería haber tenido con el otro género en alguna ocasión,
pero qué le vamos a hacer. No sólo he sentido siempre una gran atracción por
sus cuerpos delicados, su piel suave y sus maneras cautivadoras, sino que,
además, me ha parecido que tenían una cierta cualidad moral superior a la que
se gastaban los integrantes del género masculino.
Al día
siguiente, esperando a entrar en la sala de juicios me estaba acordando de
aquellas historias tan antiguas, cuando la voz de Jaime me hizo salir del universo
de mis recuerdos y regresar a la realidad. Me estaba apremiando para que fuera
hacia él, porque estaba a punto de renovarse la vista. Era un joven muy
preparado. A pesar de su edad ya se le consideraba uno de los mejores abogados
de la ciudad. La situación era muy desagradable: yo, sentado junto a Jaime, mi
abogado, y enfrente de nosotros ella con la suya. Parecía que estuviéramos en
una subasta. Su abogada acababa de presentar una propuesta que Jaime y yo
debíamos estudiar. En cuanto que la vio la rechazó de plano. Sin embargo yo le
dije que no siguiera adelante, que estaba bien así.
“Pero tú estás loco”. Me dijo. “No ves que es una propuesta engordada para
regatear y llegar a un acuerdo beneficioso para ella después de mucho discutir”.
“Es igual”. Le contesté. “Hemos conseguido lo que a mí me interesaba
y no quiero seguir discutiendo de dinero, se ha terminado”.
“Tu decides”. Fue su única contestación.
La cara de ella
y la de su abogada traslucían la sorpresa pero también la satisfacción de haber
conseguido más de lo que esperaban.
Recordar
aquellas historias de niñez era volver al origen, a un tiempo anterior a la
vida adulta, esa vida que ahora se me acababa de romper. Era una forma de pasar
un borrador por los recuerdos como para empezar desde cero. Quería ver mi
futuro como una hoja en blanco donde escribir mi historia sin condicionamientos
previos, todo lo cual era una quimera porque la hoja en blanco sólo la tienen
los que acaban de nacer, luego las cosas se van ligando unas con otras y todo
tiene un antecedente (y un consecuente). No hay vuelta a atrás. Volver atrás,
de todas maneras, es siempre inútil. Se vuelve atrás para atesorar reproches,
para establecer venganzas, y, lo peor de todo, para infringirse el castigo de
la autocompasión y la nostalgia. Eso sí que es una basura existencial, eso son
desechos que sueltan los organismos vivos enfermos.
Quien primero
escribe en tu hoja en blanco es tu madre. Por mucho que enseguida otras
personas puedan tomar la iniciativa y alguien como por ejemplo tu padre la
sustituya en algún momento, la primera siempre es tu madre.
Me despedí de
Jaime y me fui andando en dirección a mi casa. En el camino pensé que tenía una
enorme necesidad de ver a mi madre, de hablar con ella, aunque fuese de cosas
intrascendentes, de esas cosas cotidianas que tienen la virtud analgésica de la
rutina. Quería que su voz sirviera para adormecer mi dolor. Que me dijera que
no me preocupara y esas cosas que me decía cuando de niño llegaba a casa con un
problema, con cualquier tontería que me hubiera pasado en la calle jugando con
los amigos.
Abrí la puerta y
me encontré con Lidia. Le pregunté qué tal había ido la mañana y me contestó
con su acento ecuatoriano:
“Bien. Se levantó después de las diez y
desayunó. Tomó su medicación y se sentó en el salón. Dice que le duele la
cabeza”.
Crucé el pasillo
en dirección al salón. Abrí la puerta y allí estaba: sentada en el sillón de
espaldas a mí. Veía por encima del sillón su pelo blanco, despeinado, porque no
había dejado que Lidia se lo cepillase esa mañana. Estaba allí en silencio. Me
acerqué hacia ella y le di la vuelta al sillón giratorio.
“Vaya horas de venir a verme. Estás hecho un
descastado. Yo aquí a punto de morirme sin que nadie de mi familia se preocupe
lo más mínimo. ¡Con lo que yo he hecho por todos vosotros, y así me lo pagáis!”
Me callé y me
senté enfrente.
1 comentario:
Quiero poner un comentario pero, me has dejado sin palabras...
Me ha encantado. Gracias por la dedicatoria y... la historia.
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