Vistas de página en total

miércoles, 30 de enero de 2013

Relato breve: Un lugar idílico.

Para Mari Carmen.

Es un espacio perfecto. Un pequeño valle, (casi la maqueta de uno), formado por dos cerros situados a cada lado del mismo. Dos cerros alargados, como si fueran una hilera de montañas a escala menor, que no cierran una superficie inmensa como esos que integran una comarca, con pueblos, campos y bosques. Todo eso está allí contenido en el estrecho ámbito de un arroyo, con un abrevadero de granito, un camino que baja paralelo y poco más. El suelo está formado por una pradera de montaña. Esas praderas que se caracterizan por tener un suelo almohadillado en el que pisar es un auténtico placer, praderas que se han formado por acumulación de materia orgánica y que siempre están verdes, salvo que estén cubiertas de hielos y nieves. Por el arroyo baja un agua cristalina que se podría beber si no fuera porque por allí hay vacas que pastan apaciblemente. Los cerros que envuelven este pequeño valle están cubiertos por el bosque de pino silvestre, pues la pradera que se extiende por su fondo no es sino un claro en medio del pinar. Al estar protegido de los vientos serranos goza de una calma especial. Parece como si el mundo se hubiera parado allí, como si todo el planeta hubiera dejado de girar. Esa protección frente a los vientos fríos de la sierra es la causa de que la zona la visiten abundantes aves, muchas de las cuales encuentran allí la tranquilidad necesaria para establecer sus nidos en las altas ramas del pinar. En verano se escucha el cuco. Hay herrerillos y carboneros, con su corbata de color negro destacando entre plumas azules y amarillas y se ven en el cielo frecuentes buitres y algún águila real ocasional que se ciernen sobre el pinar.  El canto de los pájaros, rodeado del silencio que domina la zona, es una música celestial para el oído humano, por poco atento que esté uno a estas cosas. Un poco más arriba está la cima de Abantos, desde donde se divisa el infame monumento, pero en nuestro sitio sólo la carretera de montaña que cruza a los pies del pequeño valle interrumpe la tranquilidad aunque, a decir verdad, por allí pasa muy poca gente. En verano aún el arroyo baja con algo de agua y el verdor se mantiene en la pradera. Allí suben los vaqueros sus rebaños avileños para que encuentren pastos cuando abajo en la meseta el campo se dora y las dehesas han perdido el manto verde que durante el resto del año se extiende a los pies de las encinas.  El paso lento y acompasado de alguna vaca se divisa de vez en cuando revelado por el sonido ancestral de su cencerro. Alguna se acerca al abrevadero, aunque haya gente por allí cerca. La convivencia con el ganado no encuentra motivos de roces ni se interfiere con nuestros quehaceres.

La primera vez que visitamos ese espacio perfecto éramos casi unos niños, unos adolescentes que viajábamos en tren hasta El Escorial para subir después andando hasta el refugio cargados con nuestros macutos en los que repartíamos el lastre de las pesadas tiendas de campaña, la comida y toda la impedimenta que desplazábamos para pasar allí tres, cuatro días o, si podíamos, una semana entera. Así sucedió algún año tras terminar el curso escolar, que empezaramos nuestras vacaciones estivales desplazándonos allí una mañana de finales de junio con la intención de pasar unos días al aire libre, subir y bajar montañas y regodearnos en el “dolce far niente” de la primera semana de asueto tras un duro curso de bachillerato. Allí era como si estrenáramos el mundo, como si estrenáramos una libertad que, por nuestra corta edad, aún no habíamos disfrutado nunca como lo hacíamos entonces. También fui allí para pasar la primera semana libre que tuve después de licenciarme del servicio militar que entonces estábamos obligados a hacer. Convencí a alguno de aquellos probables desertores que se vino conmigo. Allí fuimos a curarnos del mal que el fascismo relictivo de aquellos franquistas tardíos nos había hecho en el cuerpo y muy especialmente en el alma. En alguna otra ocasión pasamos allí el día, así que muchas fueron las satisfacciones que tal cosa nos deparó en cada ocasión en que lo hicimos. El lugar tenía para nuestra imaginación reminiscencias de las películas del oeste. Era como esos lugares plagados de indios en los bosques de Oregon o de las Montañas Rocosas. Cuando encendíamos unos troncos por la noche y nos quedábamos allí hablando de nuestras cosas, no podíamos imaginar ningún lugar del mundo donde pudiéramos estar mejor. Teníamos todo lo que nos gustaba: libertad, amigos, bosques, montañas, naturaleza casi salvaje y música. Sí, solíamos llevar un magnetófono de casetes a pilas y una colección de nuestra música favorita que en el silencio de aquel lugar sonaba de una manera diferente. Ese valle tiene un silencio especial para escuchar música.  

Pero no es de nosotros de quien quiero hablar sino del lugar. Por las noches un autillo tiene establecidos sus reales en el pequeño valle y puede oírse su apacible grito que rebota en las paredes de aquellos cerros y se expande por todo la zona. A mí me gustaba dormirme escuchando ese canto. Por el día, sin embargo, se oye a veces el grito agudo del azor que vuela entre las ramas del pinar con una habilidad que ninguna otra ave posee. Al amanecer los cantos de los mirlos se mezclan con una gran variedad de sonidos diferentes provenientes de los escribanos montesinos, carboneros, algunas currucas, herrerillos, golondrinas y el canto de los abejarucos que es como un coro de susurros que se elevan hasta formar un grito. Todos estos sonidos juntos forman una sinfonía cuya polifonía asombra a cualquiera que esté interesado en el arte musical. Rallando el anochecer, nunca falta el vuelo rasante del chotacabras que anuncia el fin del día, con el repiqueteo constante de su canto.

Las pequeñas elevaciones montañosas que forman las paredes del valle culminan en unas crestas de granito que se elevan orgullosas por encima de los árboles, aunque algunos ejemplares de pino consiguieron echar sus raíces entre las grietas de las rocas,  erguirse sobre esas masas de material geológico para poner su silueta contra el cielo azul y quedar así recortada de una manera muy hermosa, casi fotográfica.

Este sitio y sus habitantes permanentes están desde tiempos inmemoriales allí. Todas esas especies animales y vegetales que he señalado, la configuración del terreno y los materiales que lo forman era la misma que ahora se puede ver a unos pocos kilómetros al norte de la capital de España. Tal vez el pinar fuera un bosque de robles melojos. Tal vez hayan desaparecido algunas especies que se van extinguiendo poco a poco de nuestros bosques, pero uno puede pensar que ese sitio, (ese “locus amoenus”, que decían los clásicos latinos), estaba igual en la época del renacimiento, al principio de la edad media y cuando los romanos cruzaban estas sierras para establecer rutas por todo el país por donde pudieran pasar sus mercancías que exportaban a la gran urbe. De forma no muy diferente a la que ahora podemos contemplarlo, ese sitio estaba así antes de que hubiera seres humanos por esas tierras. Nosotros, por el contrario, vamos pasando, nos vamos haciendo viejos y llegará el día pronto en que ya no estemos y no podamos volver a visitarlo. Ese día, al amanecer, volverá a cantar el mirlo y su canto se mezclará con el de los escribanos montesinos, carboneros, algunas currucas, herrerillos, golondrinas y el canto de los abejarucos.

¿Por cuánto tiempo podremos mantenerlo? ¿Podrán nuestros nietos pasar una noche de verano durmiendo al raso contemplando las estrellas mientras que el autillo extiende su grito por todo el valle?

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Es mucho mejor contado por tí. Espero que pronto podamos volver a disfrutarlo...si fuera posible, también, con nuestros nietos.
M. Carmen

manuel larios dijo...

Que nuestros nietos vean estos sitios no está garantizado. Primero porque para eso hay que tenerlos y eso no está en nuestra mano conseguirlo. Segundo y tal vez principal, porque hay que garantizar la conservación de todos los espacios naturales que no han sido modificados, (o que lo han sido en poca medida), por el hombre. Eso es lo que quería decir con este rollo.

Silvina Soave dijo...

Realmente un precioso lugar y una bella descripción!!Un abrazo.

manuel larios dijo...

Gracias por el comentario que me ha dado la ocasión de conocer tu blog. Se lo recomiendo a todos los amigos. En un rato he aprendido más de fotos que leyendo un libro.
Un abrazo.