Es un espacio perfecto. Un
pequeño valle, (casi la maqueta de uno), formado por dos cerros situados a cada
lado del mismo. Dos cerros alargados, como si fueran una hilera de montañas a
escala menor, que no cierran una superficie inmensa como esos que integran una comarca, con pueblos, campos y bosques. Todo eso está allí contenido en el
estrecho ámbito de un arroyo, con un abrevadero de granito, un camino que baja
paralelo y poco más. El suelo está formado por una pradera de montaña. Esas
praderas que se caracterizan por tener un suelo almohadillado en el que pisar
es un auténtico placer, praderas que se han formado por acumulación de materia
orgánica y que siempre están verdes, salvo que estén cubiertas de hielos y
nieves. Por el arroyo baja un agua cristalina que se podría beber si no fuera
porque por allí hay vacas que pastan apaciblemente. Los cerros que envuelven
este pequeño valle están cubiertos por el bosque de pino silvestre, pues la
pradera que se extiende por su fondo no es sino un claro en medio del pinar. Al
estar protegido de los vientos serranos goza de una calma especial. Parece como
si el mundo se hubiera parado allí, como si todo el planeta hubiera dejado de
girar. Esa protección frente a los vientos fríos de la sierra es la causa de
que la zona la visiten abundantes aves, muchas de las cuales encuentran allí la
tranquilidad necesaria para establecer sus nidos en las altas ramas del pinar. En
verano se escucha el cuco. Hay herrerillos y carboneros, con su corbata de
color negro destacando entre plumas azules y amarillas y se ven en el cielo
frecuentes buitres y algún águila real ocasional que se ciernen sobre el pinar.
El canto de los pájaros, rodeado del
silencio que domina la zona, es una música celestial para el oído humano, por
poco atento que esté uno a estas cosas. Un poco más arriba está la cima de
Abantos, desde donde se divisa el infame monumento, pero en nuestro sitio sólo
la carretera de montaña que cruza a los pies del pequeño valle interrumpe la
tranquilidad aunque, a decir verdad, por allí pasa muy poca gente. En verano
aún el arroyo baja con algo de agua y el verdor se mantiene en la pradera. Allí
suben los vaqueros sus rebaños avileños para que encuentren pastos cuando abajo
en la meseta el campo se dora y las dehesas han perdido el manto verde que durante
el resto del año se extiende a los pies de las encinas. El paso lento y acompasado de alguna vaca se divisa
de vez en cuando revelado por el sonido ancestral de su cencerro. Alguna se
acerca al abrevadero, aunque haya gente por allí cerca. La convivencia con el
ganado no encuentra motivos de roces ni se interfiere con nuestros quehaceres.
La primera vez que visitamos ese
espacio perfecto éramos casi unos niños, unos adolescentes que viajábamos en
tren hasta El Escorial para subir después andando hasta el refugio cargados con
nuestros macutos en los que repartíamos el lastre de las pesadas tiendas de
campaña, la comida y toda la impedimenta que desplazábamos para pasar allí
tres, cuatro días o, si podíamos, una semana entera. Así sucedió algún año tras
terminar el curso escolar, que empezaramos nuestras vacaciones estivales
desplazándonos allí una mañana de finales de junio con la intención de pasar
unos días al aire libre, subir y bajar montañas y regodearnos en el “dolce far
niente” de la primera semana de asueto tras un duro curso de bachillerato. Allí era como si estrenáramos el mundo, como si
estrenáramos una libertad que, por nuestra corta edad, aún no habíamos
disfrutado nunca como lo hacíamos entonces. También fui
allí para pasar la primera semana libre que tuve después de licenciarme del
servicio militar que entonces estábamos obligados a hacer. Convencí a alguno de
aquellos probables desertores que se vino conmigo. Allí fuimos a curarnos del mal
que el fascismo relictivo de aquellos franquistas tardíos nos había hecho en el
cuerpo y muy especialmente en el alma. En alguna otra ocasión pasamos allí el
día, así que muchas fueron las satisfacciones que tal cosa
nos deparó en cada ocasión en que lo hicimos. El lugar tenía para nuestra
imaginación reminiscencias de las películas del oeste. Era como esos lugares
plagados de indios en los bosques de Oregon o de las Montañas Rocosas. Cuando
encendíamos unos troncos por la noche y nos quedábamos allí hablando de
nuestras cosas, no podíamos imaginar ningún lugar del mundo donde pudiéramos
estar mejor. Teníamos todo lo que nos gustaba: libertad, amigos,
bosques, montañas, naturaleza casi salvaje y música. Sí, solíamos llevar un
magnetófono de casetes a pilas y una colección de nuestra música favorita que
en el silencio de aquel lugar sonaba de una manera diferente. Ese valle tiene
un silencio especial para escuchar música.
Pero no es de nosotros de quien
quiero hablar sino del lugar. Por las noches un autillo tiene establecidos sus
reales en el pequeño valle y puede oírse su apacible grito que rebota en las
paredes de aquellos cerros y se expande por todo la zona. A mí me gustaba
dormirme escuchando ese canto. Por el día, sin embargo, se oye a veces el grito
agudo del azor que vuela entre las ramas del pinar con una habilidad que
ninguna otra ave posee. Al amanecer los cantos de los mirlos se mezclan con una
gran variedad de sonidos diferentes provenientes de los escribanos montesinos,
carboneros, algunas currucas, herrerillos, golondrinas y el canto de los
abejarucos que es como un coro de susurros que se elevan hasta formar un grito.
Todos estos sonidos juntos forman una sinfonía cuya polifonía asombra a
cualquiera que esté interesado en el arte musical. Rallando el anochecer, nunca
falta el vuelo rasante del chotacabras que anuncia el fin del día, con el
repiqueteo constante de su canto.
Las pequeñas elevaciones
montañosas que forman las paredes del valle culminan en unas crestas de granito
que se elevan orgullosas por encima de los árboles, aunque algunos
ejemplares de pino consiguieron echar sus raíces entre las grietas de las rocas, erguirse sobre esas masas de material geológico para poner su silueta contra
el cielo azul y quedar así recortada de una manera muy hermosa, casi
fotográfica.
Este sitio y sus habitantes
permanentes están desde tiempos inmemoriales allí. Todas esas especies animales y vegetales que he señalado, la configuración del
terreno y los materiales que lo forman era la misma que ahora se puede ver a
unos pocos kilómetros al norte de la capital de España. Tal vez el pinar fuera
un bosque de robles melojos. Tal vez hayan desaparecido algunas especies que se
van extinguiendo poco a poco de nuestros bosques, pero uno puede pensar que ese
sitio, (ese “locus amoenus”, que decían los clásicos latinos), estaba igual en
la época del renacimiento, al principio de la edad media y cuando los romanos
cruzaban estas sierras para establecer rutas por todo el país por donde
pudieran pasar sus mercancías que exportaban a la gran urbe. De forma no muy
diferente a la que ahora podemos contemplarlo, ese sitio estaba así antes de
que hubiera seres humanos por esas tierras. Nosotros, por el contrario, vamos pasando, nos vamos
haciendo viejos y llegará el día pronto en que ya no estemos y no podamos
volver a visitarlo. Ese día, al amanecer, volverá a cantar el mirlo y su canto
se mezclará con el de los escribanos montesinos, carboneros, algunas currucas,
herrerillos, golondrinas y el canto de los abejarucos.
4 comentarios:
Es mucho mejor contado por tí. Espero que pronto podamos volver a disfrutarlo...si fuera posible, también, con nuestros nietos.
M. Carmen
Que nuestros nietos vean estos sitios no está garantizado. Primero porque para eso hay que tenerlos y eso no está en nuestra mano conseguirlo. Segundo y tal vez principal, porque hay que garantizar la conservación de todos los espacios naturales que no han sido modificados, (o que lo han sido en poca medida), por el hombre. Eso es lo que quería decir con este rollo.
Realmente un precioso lugar y una bella descripción!!Un abrazo.
Gracias por el comentario que me ha dado la ocasión de conocer tu blog. Se lo recomiendo a todos los amigos. En un rato he aprendido más de fotos que leyendo un libro.
Un abrazo.
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