I
Se
sentía tan cansado que tuvo que abandonar la ventana para sentarse en el sofá.
No era un cansancio físico, producido por el desgaste muscular, el agotamiento
de las reservas de alimentos en el cuerpo y la pérdida de líquidos, como cuando
venía de hacer deporte. Más que cansancio lo que tenía era una derrota. Era la
derrota de toda una vida, de una vida que había tomado un camino equivocado.
¿Cómo pudo llegar a esa situación? Y recordó que en realidad, fue algo que
sucedió un día. No era fruto de una serie de equivocaciones, de planteamientos
erróneos, uno tras otro, de pequeños fracasos acumulados. No. Su fracaso tenía
una fecha: el 15 de agosto de 2006.
Ese día
toda la ciudad se había ido a la playa, me acordaba muy bien. Muchos, porque
tenían vacaciones al haber cogido la primera quincena de agosto, otros, porque
tenían vacaciones al haber cogido la segunda quincena de agosto. El resto
porque la Virgen de agosto había caído en lunes y tenían un fin de semana largo
por delante. En días así, en la ciudad vacía sólo quedaban los posos, como yo
los llamo: enfermos metales y físicos, personas muy mayores solas y algún que
otro personaje marginal, como los sin techo y los que se arrastran por la
ciudad tratando de procurarse una dosis. Ese es el panorama de días así.
Se
levantó del sofá y se fue a la cocina a por una cerveza, un trozo de queso y
algo de pan. Volvió a sentarse pero no puso la televisión, ni el equipo de
música, ni cogió el periódico que tenía en la mesa del rincón, porque no paraba
de darle vueltas a la cabeza, pensando que tenía que hacer algo para, al poco,
llegar a la conclusión de que ya no le quedaba nada por hacer. Estaba en un
auténtico callejón sin salida. Su futuro se le esfuma, allí delante de sus
narices, y lo único que podía hacer era relamerse las heridas y esperar al
final.
Aquel 15
de agosto me había levantado tarde, había salido a andar un poco con mis
deportivos nuevos, caminando deprisa por las afueras de la ciudad, por caminos
que discurren entre esos suburbios que no son ni rústicos ni urbanos. Después me
había duchado, le había echado un vistazo al periódico y había cocinado algo de
comida para tomar después, de manera que cuando volviera del aperitivo sólo
tuviera que calentármelo un poco. Recogí apresuradamente la casa, colocando
la ropa deportiva que me había quitado para ducharme, colocando los libros en
las estanterías y guardando lo que tenía por encima de las mesas. Soy más bien
desordenado pero a trompicones. Durante un tiempo se me van acumulando las cosas
encima de las mesas, las ropas encima de la cama y los platos en el fregadero, hasta que me siento
agobiado y me pongo manos a la obra y acabo dejando la casa como una patena.
Pero
la rabia le impedía resignarse. No podía ser que él estuviera hundido porque
alguien en algún lugar del mundo había decido recortar los créditos a la banca
española, porque la habían exprimido tanto que ya no podían ganar más dinero
dando créditos. No podía ser que ahora el dinero hubiera dejado de fluir de la
noche a la mañana y la miseria se estuviera extendiendo por todas partes como
una peste. Un día caía un comercio aquí, otro día otro comercio más allá. Un
día cerraba una empresa de transportes y al día siguiente lo hacía una pequeña
fábrica de accesorios de automóvil. En fin, un desastre.
Salí de
casa con intención de sentarme en una terraza, pero al abrir el portal de mi
edificio me dio un golpe de calor que me hizo desistir de tal cosa. Buscaría
algún bar con aire acondicionado que estuviera abierto un domingo así. Cosa nada
fácil. Inicié el periplo por mi barrio y
me fui alejando más y más de mi casa, según iba encontrándome todos los bares
cerrados. Crucé el bulevar y pasé a la zona norte de la ciudad, seguí andando y
andando hasta que llegué a un pequeño bar en una calle. No recordaba haber
pasado por allí nunca, pero estaba abierto y un condensador frigorífico con su
ventilador girando me informaba de que el local, por fortuna, estaba
acondicionado.
Lo
que más le desesperaba eran esos discursos tan frecuentes que proponían hacerle
frente a la situación con ánimo y que afirmaban que entre todos podíamos salir
de ésta. Él sabía que todo esto era, en
realidad, muy antiguo. Que llevaban muchos años engañándonos a todos. Ahora,
las miserias a las que se exponía casi todo el mundo eran el origen de una
nueva clarividencia que, repentinamente, había invadido el ánimo de las
personas.
Me senté
en la barra y pedí una cerveza. Me la sirvieron en una amplia copa redonda,
como a mí me gusta. Me sentí confortado, me gustaba ese local, de manera que me
dispuse a fijarme en la calle para captar referencias que me pudieran hacer
llegar de nuevo al sitio en que se encontraba, si alguna vez andaba buscando un
bar adecuado y no sabía dónde ir. Me olvidé del calor, de la soledad y de las demás
cosas que me habían llevado hasta allí. Al cabo de un rato pedí otra copa. El
local estaba bien decorado. Sencillo pero eficaz, funcional, como dicen los
arquitectos. Algo minimalista pero más cálido de lo habitual, con algún frente
de madera suavizando la sensación de local vacío. Las botellas bien colocadas,
daban idea del orden imperante en aquel negocio. Tenía todo lo necesario y nada
de lo superfluo. Desde luego, era el negocio de alguien con sentido común,
pensé.
Sonó
el timbre del telefonillo y descolgó. Era la voz de su amigo Andrés, que entró
en el portal y, al poco, estaba tocando la campanilla de la puerta. Después de
los saludos habituales se sentaron en el sofá. Andrés estaba preocupado porque
había oído los comentarios que corrían por el barrio sobre la desesperación de
su amigo.
-
No te das cuenta de que vienen a por nosotros, que no quieren dejar títere con
cabeza: la educación, la sanidad, todos los servicios que el estado nos
prestaba y los beneficios adquiridos durante tantos años de lucha.
-
No le des más vueltas. Ya saldremos de ésta cómo salimos de otras.
-
Pero ésta no es como las demás. Esta crisis nos va a matar a todos.
-
No seas pesimista.
-
Y tú no seas estúpido. No hay ninguna razón para el optimismo cuando el juzgado
te envía una carta diciéndote que tienes que desalojar la casa porque van a
proceder a desahuciarte el próximo lunes. Ahora lo ves todo con más claridad.
Ahora te das cuenta de que los que tienen poder siempre ganan dinero porque los
que no tenemos lo perdemos. El dinero ni si crea ni se destruye, sólo se
traslada, de unas manos a otras. Es lo de siempre, para que haya gente que gane
tanto dinero tiene que haber incautos que lo pierdan. Así funciona la
maquinaria financiera.
-
Vámonos a dar una vuelta y no te comas más el coco.
Finalmente,
la insistencia de su amigo consiguió convencerle para que saliera de casa. Le
había invitado a cenar porque, le dijo, que era su cumpleaños y no le quedó más
remedio que aceptar.
II
Al
principio no me percaté de que estaba en el bar, pero luego, cuando me volví
hacia las mesas, le vi allí sentado, leyendo el periódico, con una cerveza y un
plato de aceitunas en la mesa. Le conocía de verlo en el banco. Cada vez que
iba a la sucursal a hacer una transferencia o un ingreso lo encontraba en su
mesa de trabajo. Nos conocíamos, al fin y al cabo la sucursal del banco estaba
en los bajos de mi edificio, justo debajo de mi casa. Se ocupaba de los asuntos
de las empresas por lo que no trataba con
clientes particulares. De modo que, caí en la cuenta, no había hablado
nunca con él. Sin embargo cuando se acercó a la barra a pedir otra cerveza me
reconoció. Me sonrió y me saludó como si nos conociéramos de toda la vida. Era
un agente comercial y se ganaba la vida ganándose primero la confianza de los
clientes. Me dijo con mucha naturalidad:
-
Vaya día de calor. Esto no es para estar aquí, deberíamos estar en la playa,
mojándonos por dentro y por fuera.
Me
tendió la mano y me dijo:
-
Hola, soy Lorenzo, ¿cómo estás?
Mojarse
por dentro es un eufemismo jocoso referido al hecho de beber, especialmente
cerveza fresquita en verano. Esas cervezas que se anuncian diciendo que están a
una temperatura inferior a 0ºC. Desde que estuve en Alemania se me quitaron las
ganas de beber la cerveza helada. Me acostumbré a beberla moderadamente fría, nunca
tanto como para que tenga trocitos de hielo en lascas mezclados con el líquido,
que es como le gusta la cerveza a mis paisanos.
-
Aquí quedamos cuatro gatos. Los posos de la ciudad, les llamo yo.
-¿Posos
de la ciudad? Me preguntó.
-
Sí. Le dije. Enfermos metales y físicos, personas muy mayores solas y algún que
otro personaje marginal, como los sin techo y los que se arrastran por la
ciudad tratando de procurarse una dosis.
Se empezó
a reír con ganas, mirándome como diciendo: vaya par de sujetos que nos hemos
ido a juntar aquí. Con una risa franca que no parecía forzada. Me preguntó por
qué estaba aquí, por qué no me había ido de vacaciones. Le dije:
-
Tengo cosas que hacer. Asuntos del trabajo que no puedo posponer.
-
Entonces estás igual que yo. Nos ha llegado al banco un nuevo producto y
tenemos que ponerlo en marcha sin dilación. Hay que ganarle a la competencia
por el lado de la sorpresa.
-
Pero al final la competencia reacciona y contesta con otra oferta quizás
superior.
-
Cuando quieran contestarnos ya será tarde y además no van a poder. Nos vamos a
comer todo el mercado con el producto que lanzamos mañana.
-
Y ¿de qué se trata?
-
Es una nueva hipoteca revolucionaria. Te damos más de lo que vale la vivienda,
con un sistema de sobre-dimensionado de las valoraciones que hacemos con una
empresa de tasaciones que, en realidad, (no se lo digas a nadie), pertenece al
propio banco. Si tú necesitas 10 millones para comprarte una casa nosotros te damos
15.
-
Pero las condiciones cómo son.
-
Las condiciones son revolucionarias. Nadie ha dado nunca tanto y tan barato.
Una semana
después tuve que pasar por el banco para hacer una transferencia para pagar la
matrícula de la universidad. Allí estaba Lorenzo tan ufano:
-
¿Qué te dije? La salida al mercado de nuestra nueva hipoteca ha sido un éxito
total. Tenemos gente todos los días preguntándonos y haciendo hipotecas sin
parar. ¿Te lo vas a perder?
-
Yo vivo de alquiler no necesito comprarme un piso.
-
Precisamente por eso. Con lo que pagas de alquiler, te damos una hipoteca a 30
años y vas pagando un piso que es tuyo, en propiedad. Algo que un día puedes
vender si quieres. O dejarlo en herencia.
-
No tengo hijos.
-
Pues el banco, el día que te jubiles, te lo cambia por una jubilación de lujo.
Ya ves que todo son ventajas. Si quieres, esta tarde quedamos a tomar una
cerveza en aquella cervecería y te cuento los detalles.
Tengo que
reconocer que la propuesta me vino bien. No tenía nada que hacer aquella tarde
y me apetecía salir un poco, porque era viernes y estaba ya cansado de una
semana de trabajo agotador, de modo que
fuimos a la cervecería, tomamos un par de cervezas y siguió machacándome con el
tema de las hipotecas. Después tomamos alguna ración y al salir me propuso ir a
un bar de copas que conocía para rematar la jornada.
III
Sentado en la mesa del
salón, tomaba notas tratando de poner en orden su plan. No quería que nada le
saliera mal y no paraba de darle vueltas una y otra vez a todo lo que se había
propuesto realizar al día siguiente. Para empezar, sabía que después de cerrar
la oficina bancaria Lorenzo se quedaba todos los días algo más de media hora
trabajando solo. Lo sabía porque, al fin y al cabo, él vivía encima de la
oficina. De hecho, el edificio sólo lo ocupaban su vivienda y el banco. A las
dos y media abandonaba Maite la oficina y se quedaba sólo en la sucursal. También
sabía que junto al aseo se encontraba el cuarto de limpieza que no estaba
cerrado con llave porque solamente contenía el cepillo de barrer, la fregona y
algunos utensilios. Nadie podría sospechar nada del hecho de que entre éstos,
se encontrara un bidón de plástico con 1 litro de disolvente altamente
inflamable que él mismo había colocado allí el día anterior.
El
día de los hechos bajó a la oficina y entretuvo a Lorenzo hasta las tres, la
hora a la que él sabía que se marchaba a comer. Le invitó a tomar una cerveza
en un bar próximo y éste aceptó. Fue entonces cuando le dijo que iba a entrar
un momento al baño, mientras que él apagaba los ordenadores y ponía todo en
orden para cerrar. Pero no entró en el baño, sino en el cuarto de la limpieza.
Colocó una vela encima de un cubo lleno de papeles y lo arrimó a la cortinilla
de plástico que separaba el cuarto de un plato de ducha que allí había y que
jamás había sido utilizado. Puso el bidón de disolvente cerca de la cortinilla,
le quitó el tapón, encendió la vela y se marchó. Llamó a Lorenzo desde la puerta del local:
-
Vamos, pesado. Que nos van a dar las uvas.
-
Ya voy, que tengo que conectar la alarma.
Salieron
charlando del local y se dirigieron hacia el bar que estaba un par de calles
más abajo.
Tres
semanas después había cobrado la indemnización del seguro de hogar que tenía
suscrito con una aseguradora del banco y que, lógicamente, incluía el riesgo de
incendio. Con ella pudo hacer frente a la totalidad de la hipoteca que aún le
quedaba por pagar e hizo lo que siempre había querido hacer: buscarse una casa
en alquiler y mudarse a ella, olvidándose de las hipotecas, las inmobiliarias y
los bancos. Al banco, por cierto, no le quedó más remedio que comprar otra
sucursal por allí cerca.
2 comentarios:
Que bueno Manolo! Me ha encantado! Creo que deberíamos empezar a hacer eso todos!! pegar fuego a los bancos!!!! jeje
un abrazo!
Yo no digo tanto. Lo que cuento es que este señor lo hizo.
Nuestro sistema económico es eficaz, (cuando funciona, cosa que en España no sucede), pero tiene cosas perversas. Una de las peores es que existan los bancos: unas organizaciones que cogen nuestro dinero y hacen con él lo que les da la gana y además tienen la sartén por el mango gracias al dinero de todos.
Publicar un comentario