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lunes, 25 de febrero de 2013

Relato breve: El desahucio.



I
Se sentía tan cansado que tuvo que abandonar la ventana para sentarse en el sofá. No era un cansancio físico, producido por el desgaste muscular, el agotamiento de las reservas de alimentos en el cuerpo y la pérdida de líquidos, como cuando venía de hacer deporte. Más que cansancio lo que tenía era una derrota. Era la derrota de toda una vida, de una vida que había tomado un camino equivocado. ¿Cómo pudo llegar a esa situación? Y recordó que en realidad, fue algo que sucedió un día. No era fruto de una serie de equivocaciones, de planteamientos erróneos, uno tras otro, de pequeños fracasos acumulados. No. Su fracaso tenía una fecha: el 15 de agosto de 2006. 
Ese día toda la ciudad se había ido a la playa, me acordaba muy bien. Muchos, porque tenían vacaciones al haber cogido la primera quincena de agosto, otros, porque tenían vacaciones al haber cogido la segunda quincena de agosto. El resto porque la Virgen de agosto había caído en lunes y tenían un fin de semana largo por delante. En días así, en la ciudad vacía sólo quedaban los posos, como yo los llamo: enfermos metales y físicos, personas muy mayores solas y algún que otro personaje marginal, como los sin techo y los que se arrastran por la ciudad tratando de procurarse una dosis. Ese es el panorama de días así.   
Se levantó del sofá y se fue a la cocina a por una cerveza, un trozo de queso y algo de pan. Volvió a sentarse pero no puso la televisión, ni el equipo de música, ni cogió el periódico que tenía en la mesa del rincón, porque no paraba de darle vueltas a la cabeza, pensando que tenía que hacer algo para, al poco, llegar a la conclusión de que ya no le quedaba nada por hacer. Estaba en un auténtico callejón sin salida. Su futuro se le esfuma, allí delante de sus narices, y lo único que podía hacer era relamerse las heridas y esperar al final.
Aquel 15 de agosto me había levantado tarde, había salido a andar un poco con mis deportivos nuevos, caminando deprisa por las afueras de la ciudad, por caminos que discurren entre esos suburbios que no son ni rústicos ni urbanos. Después me había duchado, le había echado un vistazo al periódico y había cocinado algo de comida para tomar después, de manera que cuando volviera del aperitivo sólo tuviera que calentármelo un poco. Recogí apresuradamente la casa, colocando la ropa deportiva que me había quitado para ducharme, colocando los libros en las estanterías y guardando lo que tenía por encima de las mesas. Soy más bien desordenado pero a trompicones. Durante un tiempo se me van acumulando las cosas encima de las mesas, las ropas encima de la cama y los  platos en el fregadero, hasta que me siento agobiado y me pongo manos a la obra y acabo dejando la casa como una patena.
Pero la rabia le impedía resignarse. No podía ser que él estuviera hundido porque alguien en algún lugar del mundo había decido recortar los créditos a la banca española, porque la habían exprimido tanto que ya no podían ganar más dinero dando créditos. No podía ser que ahora el dinero hubiera dejado de fluir de la noche a la mañana y la miseria se estuviera extendiendo por todas partes como una peste. Un día caía un comercio aquí, otro día otro comercio más allá. Un día cerraba una empresa de transportes y al día siguiente lo hacía una pequeña fábrica de accesorios de automóvil. En fin, un desastre.
Salí de casa con intención de sentarme en una terraza, pero al abrir el portal de mi edificio me dio un golpe de calor que me hizo desistir de tal cosa. Buscaría algún bar con aire acondicionado que estuviera abierto un domingo así. Cosa nada fácil. Inicié el  periplo por mi barrio y me fui alejando más y más de mi casa, según iba encontrándome todos los bares cerrados. Crucé el bulevar y pasé a la zona norte de la ciudad, seguí andando y andando hasta que llegué a un pequeño bar en una calle. No recordaba haber pasado por allí nunca, pero estaba abierto y un condensador frigorífico con su ventilador girando me informaba de que el local, por fortuna, estaba acondicionado.
Lo que más le desesperaba eran esos discursos tan frecuentes que proponían hacerle frente a la situación con ánimo y que afirmaban que entre todos podíamos salir de ésta.  Él sabía que todo esto era, en realidad, muy antiguo. Que llevaban muchos años engañándonos a todos. Ahora, las miserias a las que se exponía casi todo el mundo eran el origen de una nueva clarividencia que, repentinamente, había invadido el ánimo de las personas.
Me senté en la barra y pedí una cerveza. Me la sirvieron en una amplia copa redonda, como a mí me gusta. Me sentí confortado, me gustaba ese local, de manera que me dispuse a fijarme en la calle para captar referencias que me pudieran hacer llegar de nuevo al sitio en que se encontraba, si alguna vez andaba buscando un bar adecuado y no sabía dónde ir. Me olvidé del calor, de la soledad y de las demás cosas que me habían llevado hasta allí. Al cabo de un rato pedí otra copa. El local estaba bien decorado. Sencillo pero eficaz, funcional, como dicen los arquitectos. Algo minimalista pero más cálido de lo habitual, con algún frente de madera suavizando la sensación de local vacío. Las botellas bien colocadas, daban idea del orden imperante en aquel negocio. Tenía todo lo necesario y nada de lo superfluo. Desde luego, era el negocio de alguien con sentido común, pensé.   
Sonó el timbre del telefonillo y descolgó. Era la voz de su amigo Andrés, que entró en el portal y, al poco, estaba tocando la campanilla de la puerta. Después de los saludos habituales se sentaron en el sofá. Andrés estaba preocupado porque había oído los comentarios que corrían por el barrio sobre la desesperación de su amigo.
- No te das cuenta de que vienen a por nosotros, que no quieren dejar títere con cabeza: la educación, la sanidad, todos los servicios que el estado nos prestaba y los beneficios adquiridos durante tantos años de lucha.
- No le des más vueltas. Ya saldremos de ésta cómo salimos de otras.
- Pero ésta no es como las demás. Esta crisis nos va a matar a todos.
- No seas pesimista.
- Y tú no seas estúpido. No hay ninguna razón para el optimismo cuando el juzgado te envía una carta diciéndote que tienes que desalojar la casa porque van a proceder a desahuciarte el próximo lunes. Ahora lo ves todo con más claridad. Ahora te das cuenta de que los que tienen poder siempre ganan dinero porque los que no tenemos lo perdemos. El dinero ni si crea ni se destruye, sólo se traslada, de unas manos a otras. Es lo de siempre, para que haya gente que gane tanto dinero tiene que haber incautos que lo pierdan. Así funciona la maquinaria financiera.
- Vámonos a dar una vuelta y no te comas más el coco.
Finalmente, la insistencia de su amigo consiguió convencerle para que saliera de casa. Le había invitado a cenar porque, le dijo, que era su cumpleaños y no le quedó más remedio que aceptar. 
II
Al principio no me percaté de que estaba en el bar, pero luego, cuando me volví hacia las mesas, le vi allí sentado, leyendo el periódico, con una cerveza y un plato de aceitunas en la mesa. Le conocía de verlo en el banco. Cada vez que iba a la sucursal a hacer una transferencia o un ingreso lo encontraba en su mesa de trabajo. Nos conocíamos, al fin y al cabo la sucursal del banco estaba en los bajos de mi edificio, justo debajo de mi casa. Se ocupaba de los asuntos de las empresas por lo que no trataba con  clientes particulares. De modo que, caí en la cuenta, no había hablado nunca con él. Sin embargo cuando se acercó a la barra a pedir otra cerveza me reconoció. Me sonrió y me saludó como si nos conociéramos de toda la vida. Era un agente comercial y se ganaba la vida ganándose primero la confianza de los clientes. Me dijo con mucha naturalidad: 

- Vaya día de calor. Esto no es para estar aquí, deberíamos estar en la playa, mojándonos por dentro y por fuera.

Me tendió la mano y me dijo:

- Hola, soy Lorenzo, ¿cómo estás?

Mojarse por dentro es un eufemismo jocoso referido al hecho de beber, especialmente cerveza fresquita en verano. Esas cervezas que se anuncian diciendo que están a una temperatura inferior a 0ºC. Desde que estuve en Alemania se me quitaron las ganas de beber la cerveza helada. Me acostumbré a beberla moderadamente fría, nunca tanto como para que tenga trocitos de hielo en lascas mezclados con el líquido, que es como le gusta la cerveza a mis paisanos.

- Aquí quedamos cuatro gatos. Los posos de la ciudad, les llamo yo.

-¿Posos de la ciudad? Me preguntó.

- Sí. Le dije. Enfermos metales y físicos, personas muy mayores solas y algún que otro personaje marginal, como los sin techo y los que se arrastran por la ciudad tratando de procurarse una dosis.

Se empezó a reír con ganas, mirándome como diciendo: vaya par de sujetos que nos hemos ido a juntar aquí. Con una risa franca que no parecía forzada. Me preguntó por qué estaba aquí, por qué no me había ido de vacaciones. Le dije:

- Tengo cosas que hacer. Asuntos del trabajo que no puedo posponer.

- Entonces estás igual que yo. Nos ha llegado al banco un nuevo producto y tenemos que ponerlo en marcha sin dilación. Hay que ganarle a la competencia por el lado de la sorpresa.

- Pero al final la competencia reacciona y contesta con otra oferta quizás superior.

- Cuando quieran contestarnos ya será tarde y además no van a poder. Nos vamos a comer todo el mercado con el producto que lanzamos mañana.

- Y ¿de qué se trata?

- Es una nueva hipoteca revolucionaria. Te damos más de lo que vale la vivienda, con un sistema de sobre-dimensionado de las valoraciones que hacemos con una empresa de tasaciones que, en realidad, (no se lo digas a nadie), pertenece al propio banco. Si tú necesitas 10 millones para comprarte una casa nosotros te damos 15.

- Pero las condiciones cómo son.

- Las condiciones son revolucionarias. Nadie ha dado nunca tanto y tan barato.

Una semana después tuve que pasar por el banco para hacer una transferencia para pagar la matrícula de la universidad. Allí estaba Lorenzo tan ufano:

- ¿Qué te dije? La salida al mercado de nuestra nueva hipoteca ha sido un éxito total. Tenemos gente todos los días preguntándonos y haciendo hipotecas sin parar. ¿Te lo vas a perder?

- Yo vivo de alquiler no necesito comprarme un piso.

- Precisamente por eso. Con lo que pagas de alquiler, te damos una hipoteca a 30 años y vas pagando un piso que es tuyo, en propiedad. Algo que un día puedes vender si quieres. O dejarlo en herencia.

- No tengo hijos.

- Pues el banco, el día que te jubiles, te lo cambia por una jubilación de lujo. Ya ves que todo son ventajas. Si quieres, esta tarde quedamos a tomar una cerveza en aquella cervecería y te cuento los detalles.

Tengo que reconocer que la propuesta me vino bien. No tenía nada que hacer aquella tarde y me apetecía salir un poco, porque era viernes y estaba ya cansado de una semana de trabajo agotador, de modo  que fuimos a la cervecería, tomamos un par de cervezas y siguió machacándome con el tema de las hipotecas. Después tomamos alguna ración y al salir me propuso ir a un bar de copas que conocía para rematar la jornada.  
III
Sentado en la mesa del salón, tomaba notas tratando de poner en orden su plan. No quería que nada le saliera mal y no paraba de darle vueltas una y otra vez a todo lo que se había propuesto realizar al día siguiente. Para empezar, sabía que después de cerrar la oficina bancaria Lorenzo se quedaba todos los días algo más de media hora trabajando solo. Lo sabía porque, al fin y al cabo, él vivía encima de la oficina. De hecho, el edificio sólo lo ocupaban su vivienda y el banco. A las dos y media abandonaba Maite la oficina y se quedaba sólo en la sucursal. También sabía que junto al aseo se encontraba el cuarto de limpieza que no estaba cerrado con llave porque solamente contenía el cepillo de barrer, la fregona y algunos utensilios. Nadie podría sospechar nada del hecho de que entre éstos, se encontrara un bidón de plástico con 1 litro de disolvente altamente inflamable que él mismo había colocado allí el día anterior.
El día de los hechos bajó a la oficina y entretuvo a Lorenzo hasta las tres, la hora a la que él sabía que se marchaba a comer. Le invitó a tomar una cerveza en un bar próximo y éste aceptó. Fue entonces cuando le dijo que iba a entrar un momento al baño, mientras que él apagaba los ordenadores y ponía todo en orden para cerrar. Pero no entró en el baño, sino en el cuarto de la limpieza. Colocó una vela encima de un cubo lleno de papeles y lo arrimó a la cortinilla de plástico que separaba el cuarto de un plato de ducha que allí había y que jamás había sido utilizado. Puso el bidón de disolvente cerca de la cortinilla, le quitó el tapón, encendió la vela y se marchó. Llamó a Lorenzo desde la puerta del local:
- Vamos, pesado. Que nos van a dar las uvas.
- Ya voy, que tengo que conectar la alarma.
Salieron charlando del local y se dirigieron hacia el bar que estaba un par de calles más abajo.
Tres semanas después había cobrado la indemnización del seguro de hogar que tenía suscrito con una aseguradora del banco y que, lógicamente, incluía el riesgo de incendio. Con ella pudo hacer frente a la totalidad de la hipoteca que aún le quedaba por pagar e hizo lo que siempre había querido hacer: buscarse una casa en alquiler y mudarse a ella, olvidándose de las hipotecas, las inmobiliarias y los bancos. Al banco, por cierto, no le quedó más remedio que comprar otra sucursal por allí cerca.

2 comentarios:

Enrique Falcó dijo...

Que bueno Manolo! Me ha encantado! Creo que deberíamos empezar a hacer eso todos!! pegar fuego a los bancos!!!! jeje

un abrazo!

manuel larios dijo...

Yo no digo tanto. Lo que cuento es que este señor lo hizo.
Nuestro sistema económico es eficaz, (cuando funciona, cosa que en España no sucede), pero tiene cosas perversas. Una de las peores es que existan los bancos: unas organizaciones que cogen nuestro dinero y hacen con él lo que les da la gana y además tienen la sartén por el mango gracias al dinero de todos.