Los jóvenes tienen la filosofía del despilfarro vital. Creen que tienen todo el tiempo por delante y no se ocupan de aprovecharlo. Juan Cruz habla en su blog de lo contrario: de dar al cuerpo solamente alimentos sanos tanto en lo material como también en lo espiritual. Y lo hace precisamente el día después de que escriba un lamento por la muerte del Doctor José Toledo, (según parece, padre del actor Guillermo Toledo). Uno de esos momentos en los que uno nota cómo las cosas se acaban y en los que te das cuenta de que no tienes todo el tiempo del mundo por delante. Cuenta Juan Cruz, hablando de su época de joven bohemio en Londres, que: “… comíamos lo que encontrábamos en las neveras propias o ajenas, en los bares o en los chiringuitos. Para nosotros la vida tenía aún muchos años, y nos preocupaba muy poco la calidad de lo que ingeríamos”. Pero sin embargo ahora piensa que: “Los libros, la música, las películas, la pintura, la conversación, la comida. No debemos conformarnos con lo que tenemos a mano, debemos buscar en las estanterías, en el consejo, en la cartelera, en la vida, aquello que nos resulte nutritivo y profundo”.
Hay mucho donde elegir. Hoy en día disponemos de una gran variedad de buenos alimentos de todo tipo y no tenemos que conformarnos con lo que hay, como cuando en España se comía todos los días cocido y los domingos arroz con pollo. Claro que, me estoy refiriendo a las clases populares, que las élites conocían incluso las delicias de la cocina francesa. Hoy en cualquier supermercado de barrio se puede encontrar todo tipo de alimentos, sanos y no sanos, de buena calidad y de mala calidad. Es una cuestión de saber elegir, porque, además, los mejores no son siempre los más caros. ¿Quién te dice a ti que es más sano y más sabroso un bogavante que una sardina? Es simplemente más escaso y por eso es más caro.
Pues lo mismo que podemos hacer en el supermercado, viene a decir Juan Cruz, debemos hacer en lo demás. En mi ciudad hay un periódico que a mí me parece muy malo. Sin embargo el resto de mis vecinos, (haciendo caso omiso a mi opinión), lo leen con mucho interés. De hecho y, esto es a lo que me refiero, no leen otro periódico. De esta manera limitan su experiencia vital al mundo estrecho de una capital de provincias, tal vez asustados por la que está cayendo ahí fuera, quiero decir, a la cantidad de sucesos terribles y a veces difíciles de entender que llenan la actualidad de los grandes diarios nacionales.
Es lo que sucede con la televisión. La televisión tiene todas las posibilidades menos la de elegir. Y cuando me refiero a elegir me refiero a lo que uno hace cuando entra en una biblioteca a sacar un libro o en una librería a comprarlo: que se enfrenta a un universo de posibilidades enorme, donde encuentra autores de todos los gustos, de todas las ideologías, si es que existe tal cosa, de todas las sensibilidades y todos los intereses. No me sirve poder elegir entre veinte o treinta cadenas de televisión, todas ellas implicadas en la misma carrera por la vulgaridad, entendida como una forma de enviar mensajes que no llegan a nada, que son como esos bollitos industriales que les gustan a todos los niños de forma unánime aunque sean de una calidad ínfima. Y es que las cosas buenas son las que uno elige y no a todo el mundo le gustan las mismas cosas. Hay personas para las cuales lo más exquisito que se puede comer son cosas como criadillas, mollejas, higaditos, o pescados como los salmonetes o cosas como cardillos, espárragos trigueros (silvestres) o higos chumbos. Para muchas otras, todo eso no son cosas comestibles. De donde podemos deducir que elegir va en contra de la unanimidad. Por eso la televisión no puede ofrecer, (salvo excepciones), contenidos realmente deliciosos. Y no estamos hablando de algo clasista, de alta cultura y de baja cultura. Cualquier plato puede ser delicioso sea cual sea su origen y sea cual sea su consideración oficial, como decíamos al hablar de las sardinas y los bogavantes. No es que en la televisión se vea poca ópera, que se ve muy poca, es que tampoco se ve flamenco ni rock del bueno, salvo esos bollitos para adolescentes que se venden en Operación Triunfo. Uno está harto de ver reportajes en la televisión sobre los tiburones, solo porque es algo que llama la atención de todo el mundo debido a su, a menudo indebida, fama de super-depredadores. Ya me sé todas esas aventuras de los tiburones del Pacífico, quiero saber más del mero y de la merluza. El tiburón, (que aquí se come mucho aunque no lo sepamos, pues se esconde bajo el nombre de cazón, marrajo, cañabota, etc.), es un pescado de poca calidad al lado de la simple sardina, el boquerón o la lubina.
También es cierto que hay cosas que gustan a todo el mundo, o mejor dicho, que gustan a una gran cantidad de gente. Pero son muy pocas. Apenas puedo recordar nada más que la música de los Beatles y la de Mozart, el sexo, las torrijas de Semana Santa y la tortilla de patatas de las abuelas. Desde luego que el hecho de que gusten de forma casi unánime no quiere decir que estas cosas sean malas, pero ya digo que son muy pocas. Para las demás tiene uno que saber encontrarlas. Tal vez ese gusto por encontrarlas es lo que hace que algunos gastemos horas en mirar libros cuando entramos en una buena librería. Me podría pasar la tarde en ese menester. En la placentera tarea de elegir.
Hay mucho donde elegir. Hoy en día disponemos de una gran variedad de buenos alimentos de todo tipo y no tenemos que conformarnos con lo que hay, como cuando en España se comía todos los días cocido y los domingos arroz con pollo. Claro que, me estoy refiriendo a las clases populares, que las élites conocían incluso las delicias de la cocina francesa. Hoy en cualquier supermercado de barrio se puede encontrar todo tipo de alimentos, sanos y no sanos, de buena calidad y de mala calidad. Es una cuestión de saber elegir, porque, además, los mejores no son siempre los más caros. ¿Quién te dice a ti que es más sano y más sabroso un bogavante que una sardina? Es simplemente más escaso y por eso es más caro.
Pues lo mismo que podemos hacer en el supermercado, viene a decir Juan Cruz, debemos hacer en lo demás. En mi ciudad hay un periódico que a mí me parece muy malo. Sin embargo el resto de mis vecinos, (haciendo caso omiso a mi opinión), lo leen con mucho interés. De hecho y, esto es a lo que me refiero, no leen otro periódico. De esta manera limitan su experiencia vital al mundo estrecho de una capital de provincias, tal vez asustados por la que está cayendo ahí fuera, quiero decir, a la cantidad de sucesos terribles y a veces difíciles de entender que llenan la actualidad de los grandes diarios nacionales.
Es lo que sucede con la televisión. La televisión tiene todas las posibilidades menos la de elegir. Y cuando me refiero a elegir me refiero a lo que uno hace cuando entra en una biblioteca a sacar un libro o en una librería a comprarlo: que se enfrenta a un universo de posibilidades enorme, donde encuentra autores de todos los gustos, de todas las ideologías, si es que existe tal cosa, de todas las sensibilidades y todos los intereses. No me sirve poder elegir entre veinte o treinta cadenas de televisión, todas ellas implicadas en la misma carrera por la vulgaridad, entendida como una forma de enviar mensajes que no llegan a nada, que son como esos bollitos industriales que les gustan a todos los niños de forma unánime aunque sean de una calidad ínfima. Y es que las cosas buenas son las que uno elige y no a todo el mundo le gustan las mismas cosas. Hay personas para las cuales lo más exquisito que se puede comer son cosas como criadillas, mollejas, higaditos, o pescados como los salmonetes o cosas como cardillos, espárragos trigueros (silvestres) o higos chumbos. Para muchas otras, todo eso no son cosas comestibles. De donde podemos deducir que elegir va en contra de la unanimidad. Por eso la televisión no puede ofrecer, (salvo excepciones), contenidos realmente deliciosos. Y no estamos hablando de algo clasista, de alta cultura y de baja cultura. Cualquier plato puede ser delicioso sea cual sea su origen y sea cual sea su consideración oficial, como decíamos al hablar de las sardinas y los bogavantes. No es que en la televisión se vea poca ópera, que se ve muy poca, es que tampoco se ve flamenco ni rock del bueno, salvo esos bollitos para adolescentes que se venden en Operación Triunfo. Uno está harto de ver reportajes en la televisión sobre los tiburones, solo porque es algo que llama la atención de todo el mundo debido a su, a menudo indebida, fama de super-depredadores. Ya me sé todas esas aventuras de los tiburones del Pacífico, quiero saber más del mero y de la merluza. El tiburón, (que aquí se come mucho aunque no lo sepamos, pues se esconde bajo el nombre de cazón, marrajo, cañabota, etc.), es un pescado de poca calidad al lado de la simple sardina, el boquerón o la lubina.
También es cierto que hay cosas que gustan a todo el mundo, o mejor dicho, que gustan a una gran cantidad de gente. Pero son muy pocas. Apenas puedo recordar nada más que la música de los Beatles y la de Mozart, el sexo, las torrijas de Semana Santa y la tortilla de patatas de las abuelas. Desde luego que el hecho de que gusten de forma casi unánime no quiere decir que estas cosas sean malas, pero ya digo que son muy pocas. Para las demás tiene uno que saber encontrarlas. Tal vez ese gusto por encontrarlas es lo que hace que algunos gastemos horas en mirar libros cuando entramos en una buena librería. Me podría pasar la tarde en ese menester. En la placentera tarea de elegir.
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