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miércoles, 21 de enero de 2009

Relatos ingratos: Transporte privado.

Arrancó el coche, encendió las luces, subió un poco la calefacción y salió del parking sin saber muy bien adonde iba ensimismado en sus pensamientos. Enfiló la avenida hasta que el atasco le impidió continuar su marcha y se quedó oyendo las noticias sin entender lo que decían. La radio hablaba de un atraco frustrado en una sucursal bancaria, de una huida, de persecuciones policiales, pero él seguía inmerso en sus pensamientos y no lograba hilvanar la secuencia de datos que estaba recibiendo en lo que era una forma de escucha que estaba a mitad de camino entre la consciencia y la inconsciencia. No soportaba esas manías de Ángela con lo de las vacaciones. Esa exigencia suya de que todo estuviera previsto y calculado antes de salir de casa. A él le gustaban más las cosas espontáneas. Metió un CD en el aparato y la radio dejó de sonar al instante, quedando en silencio durante unos segundos hasta que empezó a sonar el concierto para violín BWV1052 de Bach. La cálida sensación de la música le tranquilizó un poco, aunque sabía que era una falsa apariencia: la equívoca sensación de que ahí calentito y escuchando esa música maravillosa se aislaba de la ruidosa ciudad y sus molestias. Efectivamente, las molestias seguían ahí. La fila de coches se ponía en marcha y al momento se paraba de nuevo como en una interminable procesión. Por fin la fila empezó a moverse con más fluidez y pudo coger la primera calle a la derecha en dirección a su oficina. Al llegar allí se encontró con el problema de todas las mañanas: no había una sola plaza de aparcamiento en la zona, ni pagando. Otra vez iba a llegar tarde a la reunión y el jefe le iba a mirar mal. No había un sitio libre ni en doble fila. Los parking llenos, presentaban el cartel de “completo” y el tiempo pasaba en su contra. Después de un largo itinerario de exploración tuvo que tomar la decisión de pasar al siguiente barrio, que era un suburbio habitado por gente de clase trabajadora. Miró con lástima su impecable berlina que abandonaba en una calle tan poco elegante y se dirigió hacia su oficina casi corriendo por las calles inhóspitas que se llenaban de gente que, como él, iba al trabajo. Efectivamente, el jefe le esperaba con mala cara. Después de que contara su odisea a modo de disculpa y cuando hubo acabado le espetó: “yo vivo más lejos que tú y he tardado menos de diez minutos en metro. Son dos estaciones”.

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