Lo sabía muy bien: no tenía por
qué sentirse molesto con las opiniones de la gente. Lo sabía muy bien, pero no
podía evitarlo. Estaba en la cola del paro esperando a sellar y al poco
aparecía alguno. Un tipo rechoncho, de esos que no tienen cuello, que parece
que tienen la cabeza pegada al cuerpo sin interposición alguna. Lánguido, de
carnes flojas y barriga prominente, calzado con unas chanclas que arrastra por
toda la oficina de empleo y con unos pantalones "pesqueros" que acaban en unos
colgajos de cintas. Uno de esos individuos que llevan escrito en su frente
que no han pegado un palo al agua en toda su vida. Que le levantan la mano a la
mujer en cuanto que ella se atreve a recriminarle que no se preocupa ni de
llevar a los chicos al colegio mientras que ella le tiene que planchar la
ropa, mantener la casa limpia y hacerle la comida para que cuando suba del bar a
las tres y media, cuando ya todos han comido en casa, no le falte su plato en
la mesa. Ese tipo es el que va al mostrador y entabla una discusión con la
funcionaria que atiende al público porque no consigue algo de lo que pretende,
alguna cosa a la que él ha considerado que tiene derecho y que la funcionaria
le ha negado y que termina indefectiblemente diciendo la frase que es para él
un mantra que repite y repite un día sí y otro también:
“y mientras tanto a los
inmigrantes los tratáis como señores y a nosotros que nos zurzan, ¡que se vayan
a su país!, ¡que aquí no los queremos!”.
Lo sabía muy bien, pero no podía
evitarlo: le molestaba.
1 comentario:
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