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miércoles, 4 de noviembre de 2009

El valle de El Jola


Era una casa de piedra de una antigüedad que Ramón no alcanzaba a cifrar. Sabía que había sido la casa de sus padres y que, a su vez, su padre la heredó de sus abuelos, pero más allá de eso desconocía qué antepasado la había construido, seguramente con sus propias manos y sin ayuda de profesionales especializados. Las paredes de pizarra estaban dispuestas en una mampostería que, pese a su sencillez, denotaba la maestría de aquel desconocido antepasado. Una maestría que venía dictada por la necesidad económica. Se colocaban las piezas según los distintos tamaños de tal manera que se creara una trama cerrada, en la que las juntas se redujeran a lo mínimo, porque la piedra se podía encontrar en las inmediaciones pero el aglormerante de la argamasa era caro y había que traerlo de lejos: de pueblos de la llanura que está tras de las montañas, en el Valle del Salor. Economía y solidez eran los paradigmas que dirigían el diseño de aquellas arquitecturas, aunque, a nuestros ojos, esas construcciones nos gusten por la textura que proviene de la disposición tan bien trabada de las pizarras. Con estos muros y el tejado cubierto de tejas cerámicas envejecidas, (con su correspondiente capa de líquenes), el conjunto adquiere un aspecto totalmente mimetizado con el paisaje, al contrario de lo que suele ocurrir con las arquitecturas modernas. En el patio aún permanecía la jaula que había servido para criar unos conejos y el mal olor de los animales era dulcificado por el aroma de una higuera que se erguía solitaria en el parte posterior.
Ramón regentaba el único bar de aquella aldea, que apagaba la sed de sus vecinos así como la de los gañanes de los cortijos y quintas que se extendían por aquellos campos a un lado y otro de una frontera política, (que no física). Claro que esa misión no le llenaba la jornada. Ramón tenía sus ganados, un pequeño huerto y algún cultivo repartido por aquellos cerros que incluía un pequeño olivar. Pero los sábados y los domingos el negocio se ampliaba cuando encendía aquella enorme parrilla sobre la que podía asar desde humildes sardinas hasta deliciosos cabritos y venían gentes de otros pueblos, de aldeas que estaban más allá del horizonte cercano que marcaban aquellos cerros. Esos días Ramón contaba con la inestimable ayuda de María, su mujer, y sus dos hijos, ya adolescentes. El resto de la semana se ocupaba de abrir la taberna quien estuviera más libre de obligaciones, unas veces el propio Ramón, otras veces sus hijos y, las menos, su mujer, que siempre tenía trabajos pendientes en la casa y en los campos.
De hecho, el día que llegaron los ingenieros de la carretera era Ramón quien estaba al cargo del establecimiento. Venían en dos enormes vehículos todoterreno de lujo y traían multitud de aparatos y accesorios que Ramón no había visto jamás. Hizo lo que pudo para dar de comer a más de media docena de comensales que le urgían para que los asados estuvieran listos cuanto antes. ¿Acaso no les había dicho que solo encendía la parrilla los fines de semana y que las brasas no se hacían en el momento? Estas cosas llevan un tiempo. Pero a ellos les daba igual, mientras tomaban cervezas le reclamaban sus asados. Cuando se fueron por donde habían venido con sus potentes vehículos Ramón respiró aliviado.
No sabía entonces que el valle de El Jola no volvería a ser nunca lo que había sido durante generaciones.
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