Vistas de página en total

jueves, 6 de agosto de 2009

Tarde de domingo

Bajaron a la calle porque era domingo por la tarde y no había ninguna labor que realizar. No salían por un impulso sino que era una decisión tomada en base a una convicción. Salían con desgana y desde el rellano ya escuchaban el ruido de los coches al pasar frente al portal. Les costaba bajar la escalera porque carecían de esperanzas que impulsaran sus piernas hacia el exterior del inmueble. No se puede decir que fueran a ningún sitio, simplemente abandonaban la casa sin una razón aparente, si acaso, tan solo por razones de calendario: porque era la tarde del domingo. El siempre había odiado las tardes del domingo. En realidad creo que las odia todo el mundo. Al menos todo el mundo que trabaja el lunes y sabe que se tendrá que levantar temprano, cuando suene el reloj con su insistente y monótono canto, (o más bien, debería decir con su insistente y monótono grito, ya que los relojes no cantan, no por ser mecánicos, sino porque las alarmas de reloj no están entre los sonidos que decimos musicales).
Una vez en la calle se arrepintieron de haber salido. Sin embargo tomaron la cuesta en dirección a la Plaza del Progreso tan solo porque era la tarde del domingo. El viento frío subía por la cuesta de la calle Manzanas como buscando morder su espalda, atravesando los abrigos y los jerséis de lana. Los chicos del barrio bajaban corriendo detrás de un balón que se les escapaba raudo buscando la cota cero, la cota del mar. Todo balón que se pone en movimiento tiende a buscar la cota más baja de los alrededores. Es una Ley universal. Igual que la Ley que dice que todo el mundo se aburre los domingos por la tarde. Menos mal que para eso se inventó el fútbol. Para llenar el vacío que se produce después de haberse comido una paella y haber estado sentado un rato frente al televisor. Pero ellos no tenían interés por el fútbol en ese momento. Lo único que pretendían era salir a dar vueltas por el barrio por si encontraban una casa en alquiler que estuviera mejor que esa casucha que habitaban en un bloque de apartamentos destartalado, en el que no se oía una risa infantil desde, cuando menos, dos décadas atrás.
No encontraron nada que les interesase, simplemente llegó un momento en que el sol se puso detrás de las fábricas del polígono y empezó a anochecer. Cuando fueron conscientes de ese declive astrológico dieron la vuelta e iniciaron el camino de regreso. Ella se paraba a veces en algún escaparate. El pensaba que lo hacía para no llegar tan pronto a casa, pues de ser así, no hubiera sabido que hacer hasta la hora de cenar. Las luces de la ciudad se encendían al tiempo que el cielo se iba oscureciendo y de los cines salían multitudes a las que la película no había sacado de su aburrimiento. En esos momentos la ciudad se volvía inhabitable por mucho que las calles estuvieran llenas de personas aparentemente felices en sus endomingados atuendos.
Pasaron por delante de una tienda de muebles y se entretuvieron en contemplar una sencilla mesa de cocina en madera de roble y sillas a juego con tapicería de color beis. Les gustó el conjunto pero no tanto como para tomarse el interés de volver otro día y preguntar precios y demás.
Sin poderlo evitar llegaron a casa a eso de las ocho. Subieron la escalera con paso cansino y al abrir la puerta notaron que aún la entrada estaba llena del olor que dejaron las verduras que coció el sábado. El se tiró en su sofá, aunque más bien pareciera que lo bascularan, como esos carros que vertían su carga en el basurero municipal que había detrás del barrio. Al menos así le pareció a ella que le recriminó su apatía con voz apagada. El apenas la oía pues estaba concentrado en poner la radio y sintonizar algún programa con la esperanza de empezar a escuchar resultados de los partidos que ya habían terminado. Ella cogió una revista femenina y empezó a ojearla con aparente seriedad, como si fuera un notario en el acto de leer una escritura.
Después de recoger la mesa y lavar la vajilla ella se lo dijo.
*

No hay comentarios: