No sabe si tiene que ir al
médico, si tiene que presentarse en Urgencias. No sabe. Además, le han dicho
que las urgencias están colapsadas, que la sanidad pública no da abasto. Los antiguos
compañeros del trabajo le acaban de decir en la cola del paro que la culpa de
toda esta miseria que nos ha caído encima la tienen los inmigrantes pobres que
vienen al país a operarse. Él lo sabía: alguien tenía que tener la culpa. Se lo
han dicho todos sus compañeros: hemos vivido por encima de nuestras
posibilidades. Por lo visto se traían a sus padres y a sus abuelos a operarse
aquí y han hundido la Seguridad Social y la economía nacional toda. Eso le
acaban de decir. Él no sabe nada porque está un poco confuso. A pesar de todo
no le gusta la explicación. ¿Será verdad que los pobres se han llevado nuestro
dinero? Su experiencia en la vida, que ya es amplia, le dice que no, que eso no
suele funcionar así. Pero no sabe. Ni quiere saber, porque ya no sabe ni lo que
quiere. Querría que los trabajadores rumanos no hubieran hundido este país con las
operaciones de cataratas de sus abuelos que se han hecho a costa de la
Seguridad Social. Querría tener un trabajo digno y salir los domingos a tomar
unas carnes a la brasa en cualquier venta. Tumbarse al sol con un purito
encendido. No sé. Algo. Uno se ha empeñado en no escucharse, en no oír sus
pensamientos y de repente se da cuenta de que se ha vuelto sordo. Se ha
empeñado en no recordar aquello tan desagradable, ha hecho un esfuerzo enorme
por debilitar su memoria y un día comprueba que ha perdido todos los recuerdos
que su cabeza almacenaba. Como esa gente que ha sobrevivido a un incendio y ha
perdido en él todas sus pertenencias: las fotos de la boda, los juguetes de
cuando los hijos eran pequeños, los certificados de estudios primarios y la
escritura de la casa con los recibos de “la contribución” dentro. Ya no
recuerda lo que era una piel cálida tendida junto a la suya. No recuerda lo que
es una mirada. Una mirada amiga. No sabe a qué saben los besos y no tiene ni la
menor idea de dónde está la ternura. Lo peor de todo es que no sabe dónde
acudir.
Así que sale de casa. Cierra la
cancela del patio y toma la dirección del bar de Colás, porque hoy hay partido
del Barça y no se lo puede perder. No sabe por qué, no tiene ganas de fútbol, pero
le queda claro que eso no se lo puede perder. El partido aún no ha empezado así
que se toma un primer botellín en la barra. Ya encontrará un sitio donde
sentarse a gusto. Una mesa con buena visibilidad que no tenga que compartir con
un pesado de esos de “El Madrid” que le quitan la razón al árbitro cuando pita
a favor de los nuestros. Está lloviendo, lleva tres días lloviendo y no sabe
cuándo parará de llover. Ayer el aire se llevó su paraguas nuevo, le dio la
vuelta, lo puso del revés y salió volando. Bueno, la verdad es que cuando lo
vio hecho una maraña de varillas envueltas en una tela negra, aflojó la mano y
lo dejó marchar. Adiós paraguas, adiós. Le había costado seis euros en los
chinos, pero qué podía hacer. El viento lo había vuelto del revés y lo había
descuajeringado todo. “Colás, ponme una más”, le dijo al dueño del chiringo. El
partido no empezaba y en la tele salía esa grosera de San Blas, (o de
Moratalaz, ya no me acuerdo), que se había hecho con la cadena, como los
inmigrantes se habían hecho con este país, que en Cataluña querían hacer una
mezquita y todo, según acababan de decir en la tele. Sacó un cigarro y lo
encendió. “Aquí no se puede fumar, ya sabes”, le dijo el camarero. “Vete a …
Colás” le contestó. Pero salió a la calle y se quedó en el porchecito de
entrada para protegerse de la lluvia. Pasó una gitana rumana que le pidió una
limosna. “Vete a tu país y trabaja”, le contestó él muy serio.
Finalmente sonó el silbato del
árbitro y el partido empezó. “Ponme una más, Colás”, dijo riéndose.
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