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martes, 14 de octubre de 2008

Coherencia


Morir en un campo de batalla es un absurdo que la humanidad viene practicando desde que pasó de un estadio original de inocencia (como diría Rousseau, es decir J.J.) al de “civilizada”. Pero morir fusilado es un hecho inhumano, cobarde y criminal. En la guerra civil murieron demasiados españoles (y algunos extranjeros) de esta forma tan cruel. Los que murieron defendiendo el golpe de estado han quedado honrados, desde el primer día de la posguerra, apareciendo sus nombres en las tapias de las iglesias. No sé que tendrá que ver “la casa de Dios” con los muertos de un bando en una guerra que, a estas alturas, es reprobada por todos, pero así fue nuestro pasado. Sin embargo los otros, los que murieron defendiendo al gobierno constitucional de la República Española quedaron olvidados en las cunetas donde les dieron el paseíllo. Este absurdo llega hasta el extremo de mantener aún sin dar “cristiana sepultura” al que fuera el más grande poeta español del siglo XX, como viene diciendo Ian Gibson desde hace tiempo.
Los actuales simpatizantes del franquismo, que son aún muchos, defienden que la matraca de desenterrar muertos en las cunetas es un asunto del pasado y que es mejor dejarlo estar. No remover las cenizas.
Sin embargo, el Gran Inquisidor, ahora en funciones de Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, ha dicho que hay que seguir canonizando a todos los religiosos y afines que fueron fusilados (mártires) en aquella guerra incivil y lo hace a través de la diócesis de Badajoz (Mérida-Badajoz), en una ciudad donde los golpistas fusilaron en la plaza de toros a todos los que defendían la legalidad Republicana en la ciudad, según parece unas dos mil personas, y los tiraron a una fosa común.
Coherente.
Para hartarse de reír.

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