Escribe Santos Juliá en “El País del Domingo” un artículo titulado “Todavía la Transición” y convierte el artículo en un libelo en ocasiones carente de veracidad de forma descarada y vergonzante. Empieza diciendo que la Transición era un proyecto que venía de largo y sitúa su inicio en el discurso del mismísimo Manuel Azaña quien, según el articulista, pidió ya un “periodo de transición” en época tan lejana como 1946. Mete luego en el saco a Largo Caballero en 1948 y lo extiende hasta los comunistas en 1956, (que hablaron de reconciliación nacional pero sin mencionar el término transición) y a los socialistas (y liberales, y democristianos) en 1962. Todo esto es una falacia que no se atiene a la verdad.
La verdad es que hacia 1975,
cuando el dictador estaba ya enfermo, se crearon dos organismos que pretendían
coordinar los esfuerzos para crear un nuevo régimen que siguiera a la muerte
del dictador y que se opusiera al régimen franquista. Por un lado estaba el
Partido Comunista y otros grupos marxistas y progresistas que crearon la Junta
Democrática, y por otro estaba el PSOE, con otros grupos de izquierda, con
democristianos y liberales, reunidos en la Plataforma de Convergencia
Democrática, quedando posteriormente unificados todos en lo que se conoció
popularmente como la “platajunta”, organización en la que acabaron confluyendo.
Todos ellos eran partidarios de una ruptura democrática que acabara con el
régimen anterior. No existía a la sazón el término “transición”. Ese término lo
inventó la UCD al hablar de una “transición pacífica” a la democracia desde el
franquismo que dominaba las instituciones.
Pero lo más asombroso del caso
es que Juliá lo ha contado anteriormente, como no podía ser de otra forma ya
que el escritor es un testigo privilegiado de todos estos años, y lo ha contado
tal como acabamos de decir según se puede leer en este breve ensayo del libro
colectivo “La transición, treinta años después” de 2006. Pero ya ahí se atreve
a decir Juliá que “la única respuesta posible era: después de Franco, un
período, un proceso, una fase de transición”.
Después la transición pasó a
llevar siempre aparejado el adjetivo de modélica y ahí es donde residen las
diferencias entre quienes piensan así y quienes piensan que la transición, como
todo acto político, puede y tiene que ser sometido a crítica. No todo fue tan
modélico. Un ejemplo muy de actualidad es la falta de libertad del pueblo
español para elegir si quería un estado monárquico o republicano. Aunque la
verdadera oposición se da entre estado democrático y no democrático, no es un
tema baladí que se le sustrajera al pueblo la posibilidad de tal elección. Otro
tema que se menciona hoy a menudo, es la falta de una crítica al régimen de la
dictadura y la restauración de los derechos de los vencidos en la contienda.
Pero en todo caso, no es el momento
de la transición lo que hoy día se pone en cuestión, pienso que más bien se la
menciona en cuanto que “régimen surgido de la transición”, es decir, nuestros
males actuales no provienen sólo del momento de la transición sino de todo lo
que ha sucedido desde entonces. El problema es que, en ese proceso, se ha
promovido la creación de una democracia representativa, con una cuota de
participación de la sociedad civil muy escasa, en la que los componentes de la
clase política, (los escasos militantes de los dos o tres partidos con poder
real), son quienes dirigen los tres poderes del estado: el ejecutivo, (como le
es propio), el legislativo, (donde los líderes del partido hacen señales a los
señores diputados de lo que deben de votar en cada momento sin que quepa la más
mínima cuota de discrepancia), y el judicial, controlando los estamentos
superiores que controlan toda la judicatura.
La sociedad civil en este país
tiene un papel muy escaso en el juego político. Basándose en una inicial
desconfianza hacia los funcionarios del régimen anterior, la administración
pública de la democracia ha ido minando la autonomía de los empleados públicos,
sometidos al dictado de los políticos sin ninguna capacidad de decisión, (aunque
cuando la justicia ha cuestionado la legalidad de los actos administrativos han
sido puestos de parapeto para evitar que la persecución judicial llegara a los
políticos). Más grave es lo que ha pasado con el mundo de la cultura, (tutelado
desde los poderes públicos), y en especial con el mundo de la información, con
una ingente cantidad de medios públicos, únicamente creados para mayor gloria
del partido en el poder, pero pagados con el dinero de todos.
Nuestro sistema político tiene las mismas carencias que el resto de nuestra realidad como país. Hemos
construido un país que se parece mucho a los de nuestro entorno europeo pero en
el que si raspas un poco, compruebas decepcionado que no tiene nada que ver con
aquellos. Nuestras calles, por ejemplo, están construidas con materiales
modernos, parecen modernas, con mucho diseño pero, en muchos casos, los sistemas
de alcantarillado no funcionan como debieran y con una pequeña tormenta quedan
desbordados. Nuestras ciudades se parecen a las de Centroeuropa, pero el aire
que respiramos, contaminado de micropartículas de los motores de nuestros
coches, es irrespirable y produce enfermedades y daños a las personas.
La descomposición de España
como país democrático está presente ya en la transición en que se fundamenta.
En aquella época, la democracia se hizo con miedo, con mucho miedo. Miedo al
enorme poder remanente que el franquismo disponía en la sociedad, que tenía su
expresión más clara en el miedo a los militares, pues aún vivían muchos de los
que dieron el golpe de estado contra la democracia republicana y los que se
criaron en los primeros años de la posguerra, cuando España era un cuartel. En
ese estado de miedo, nadie pretendió exigir un debate entre monarquía y
república, simplemente se impuso: lo impuso el dictador antes de morir. La
amnistía perdonó los supuestos delitos políticos cometidos por la oposición al
franquismo pero también los delitos reales de la dictadura. Muy poco se pudo
hacer por rehabilitar a los perdedores de la guerra. Hay que reconocer que
quien más hizo en este sentido fue Adolfo Suárez, con algunas leyes como la que
rehabilitó a los maestros de la república o la que hizo lo propio con los
militares profesionales que no se unieron al golpe de Franco. Poco más hubo
entonces.
Lo que a Santos Juliá le
preocupa no es la crítica sino que se haga: “atribuyéndole un pecado de origen
cuya culpa habría de pagar muriéndose y desapareciendo de escena.” Cualquiera
puede ver que de lo que trata el profesor Juliá es de evitar la condena
conjunta de una generación de políticos, en la que él tuvo una parte muy
activa. “sería más fructífero abandonar las mayúsculas y explicar por qué, cómo
y en qué han fallado esas políticas y esas instituciones”, dice Juliá.
Esas políticas y esas
instituciones han fallado en lo fundamental y han acertado en algunos aspectos
accesorios, de ahí que la referencia a Lampedusa, (que todo cambie para que
todo permanezca), sea tan recurrente en estos tiempos. Se hizo una democracia
sin participación política. Se nos concedió el acceso a determinados derechos
como una gracia que las élites, (las del viejo régimen y las del nuevo),
acordaron en los famosos salones de los hoteles de lujo de Madrid.
Como consecuencia de lo
anterior, se produjo el acceso universal a determinados derechos y libertades
al tiempo que las élites económicas continuaban manteniendo una plutocracia de
privilegio que aumentaba su poder con la venta de las industrias estatales del
antiguo I.N.I. y la privatización de los sectores estratégicos, como las
producidas en el eléctrico y las telecomunicaciones, creándose monopolios,
(como el de Telefónica), que sólo lentamente y por imposición de la Unión
Europea se han ido matizando.
Pero para que esa plutocracia
económica, (que ya existía en el franquismo), siguiera manteniendo sus
privilegios e incluso los aumentara, era necesario que a cambio los políticos
que detentaban el poder, (algunos muy alejados ideológicamente del régimen
anterior), recibieran algunas prebendas. Éstas lo fueron en forma de créditos
bancarios cancelados sin haber devuelto la deuda, acceso a la bicoca
inmobiliaria, participación en puestos bien remunerados de lo público y lo
privado, etc.
Lo peor de todo esto fue que
tanto los partidos políticos como las empresas se vieron inmersos en un estado
generalizado de corrupción que nos ha llevado a la situación actual. Los
episodios constantes de corrupción pasan por la financiación ilegal de los
partidos, los pelotazos urbanísticos en todo el territorio, (en especial en las
costas), y los manejos en la administración para conceder adjudicaciones de
obras. Pero lo peor de la corrupción no es el dinero que se han llevado los
corruptores y corruptos, sino las consecuencias de todo ello:
- El diseño fuera de toda
lógica del gasto público, que en lugar de estar dedicado a cubrir necesidades
lo estaba a realizar obras faraónicas que dejaban buenos dividendos. La gente
llegó a creerse que hacer infraestructuras exorbitantes era bueno porque
generaba riqueza futura en forma de inversiones empresariales y del propio
gasto de hacerlas. Los casos extremos de esta mentalidad son bien conocidos:
aeropuerto de Castellón, Autovías de Peaje de acceso radial a Madrid, etc.
- En el mundo empresarial, la
corrupción acabó con todo vestigio de libre competencia: las obras no se
adjudican a la mejor empresa, sino a quien ha “huntado” al partido o a “quien
está en el asunto”. La innovación, la excelencia, la profesionalidad, no
cuentan si el adjudicatario ya está decidido de antemano.
- La corrupción a esos niveles
acaba con todo vestigio de ejemplaridad. Si los más altos estamentos están
implicados en la corrupción no se le puede pedir a un trabajador en paro que no
haga chapuzas sin generar factura (y por tanto sin pagar impuestos).
Sólo le ha faltado decir a
Santos Juliá que los que denunciamos críticamente este estado de cosas somos
unos demagogos.
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