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miércoles, 23 de julio de 2014

Para una nueva transición.


Escribe Santos Juliá en “El País del Domingo” un artículo titulado “Todavía la Transición” y convierte el artículo en un libelo en ocasiones carente de veracidad de forma descarada y vergonzante. Empieza diciendo que la Transición era un proyecto que venía de largo y sitúa su inicio en el discurso del mismísimo Manuel Azaña quien, según el articulista, pidió ya un “periodo de transición” en época tan lejana como 1946. Mete luego en el saco a Largo Caballero en 1948 y lo extiende hasta los comunistas en 1956, (que hablaron de reconciliación nacional pero sin mencionar el término transición) y a los socialistas (y liberales, y democristianos) en 1962. Todo esto es una falacia que no se atiene a la verdad.

La verdad es que hacia 1975, cuando el dictador estaba ya enfermo, se crearon dos organismos que pretendían coordinar los esfuerzos para crear un nuevo régimen que siguiera a la muerte del dictador y que se opusiera al régimen franquista. Por un lado estaba el Partido Comunista y otros grupos marxistas y progresistas que crearon la Junta Democrática, y por otro estaba el PSOE, con otros grupos de izquierda, con democristianos y liberales, reunidos en la Plataforma de Convergencia Democrática, quedando posteriormente unificados todos en lo que se conoció popularmente como la “platajunta”, organización en la que acabaron confluyendo. Todos ellos eran partidarios de una ruptura democrática que acabara con el régimen anterior. No existía a la sazón el término “transición”. Ese término lo inventó la UCD al hablar de una “transición pacífica” a la democracia desde el franquismo que dominaba las instituciones.

Pero lo más asombroso del caso es que Juliá lo ha contado anteriormente, como no podía ser de otra forma ya que el escritor es un testigo privilegiado de todos estos años, y lo ha contado tal como acabamos de decir según se puede leer en este breve ensayo del libro colectivo “La transición, treinta años después” de 2006. Pero ya ahí se atreve a decir Juliá que “la única respuesta posible era: después de Franco, un período, un proceso, una fase de transición”.  

Después la transición pasó a llevar siempre aparejado el adjetivo de modélica y ahí es donde residen las diferencias entre quienes piensan así y quienes piensan que la transición, como todo acto político, puede y tiene que ser sometido a crítica. No todo fue tan modélico. Un ejemplo muy de actualidad es la falta de libertad del pueblo español para elegir si quería un estado monárquico o republicano. Aunque la verdadera oposición se da entre estado democrático y no democrático, no es un tema baladí que se le sustrajera al pueblo la posibilidad de tal elección. Otro tema que se menciona hoy a menudo, es la falta de una crítica al régimen de la dictadura y la restauración de los derechos de los vencidos en la contienda.

Pero en todo caso, no es el momento de la transición lo que hoy día se pone en cuestión, pienso que más bien se la menciona en cuanto que “régimen surgido de la transición”, es decir, nuestros males actuales no provienen sólo del momento de la transición sino de todo lo que ha sucedido desde entonces. El problema es que, en ese proceso, se ha promovido la creación de una democracia representativa, con una cuota de participación de la sociedad civil muy escasa, en la que los componentes de la clase política, (los escasos militantes de los dos o tres partidos con poder real), son quienes dirigen los tres poderes del estado: el ejecutivo, (como le es propio), el legislativo, (donde los líderes del partido hacen señales a los señores diputados de lo que deben de votar en cada momento sin que quepa la más mínima cuota de discrepancia), y el judicial, controlando los estamentos superiores que controlan toda la judicatura.

La sociedad civil en este país tiene un papel muy escaso en el juego político. Basándose en una inicial desconfianza hacia los funcionarios del régimen anterior, la administración pública de la democracia ha ido minando la autonomía de los empleados públicos, sometidos al dictado de los políticos sin ninguna capacidad de decisión, (aunque cuando la justicia ha cuestionado la legalidad de los actos administrativos han sido puestos de parapeto para evitar que la persecución judicial llegara a los políticos). Más grave es lo que ha pasado con el mundo de la cultura, (tutelado desde los poderes públicos), y en especial con el mundo de la información, con una ingente cantidad de medios públicos, únicamente creados para mayor gloria del partido en el poder, pero pagados con el dinero de todos.

Nuestro sistema político tiene las mismas carencias que el resto de nuestra realidad como país. Hemos construido un país que se parece mucho a los de nuestro entorno europeo pero en el que si raspas un poco, compruebas decepcionado que no tiene nada que ver con aquellos. Nuestras calles, por ejemplo, están construidas con materiales modernos, parecen modernas, con mucho diseño pero, en muchos casos, los sistemas de alcantarillado no funcionan como debieran y con una pequeña tormenta quedan desbordados. Nuestras ciudades se parecen a las de Centroeuropa, pero el aire que respiramos, contaminado de micropartículas de los motores de nuestros coches, es irrespirable y produce enfermedades y daños a las personas.

La descomposición de España como país democrático está presente ya en la transición en que se fundamenta. En aquella época, la democracia se hizo con miedo, con mucho miedo. Miedo al enorme poder remanente que el franquismo disponía en la sociedad, que tenía su expresión más clara en el miedo a los militares, pues aún vivían muchos de los que dieron el golpe de estado contra la democracia republicana y los que se criaron en los primeros años de la posguerra, cuando España era un cuartel. En ese estado de miedo, nadie pretendió exigir un debate entre monarquía y república, simplemente se impuso: lo impuso el dictador antes de morir. La amnistía perdonó los supuestos delitos políticos cometidos por la oposición al franquismo pero también los delitos reales de la dictadura. Muy poco se pudo hacer por rehabilitar a los perdedores de la guerra. Hay que reconocer que quien más hizo en este sentido fue Adolfo Suárez, con algunas leyes como la que rehabilitó a los maestros de la república o la que hizo lo propio con los militares profesionales que no se unieron al golpe de Franco. Poco más hubo entonces.

Lo que a Santos Juliá le preocupa no es la crítica sino que se haga: “atribuyéndole un pecado de origen cuya culpa habría de pagar muriéndose y desapareciendo de escena.” Cualquiera puede ver que de lo que trata el profesor Juliá es de evitar la condena conjunta de una generación de políticos, en la que él tuvo una parte muy activa. “sería más fructífero abandonar las mayúsculas y explicar por qué, cómo y en qué han fallado esas políticas y esas instituciones”, dice Juliá. 

Esas políticas y esas instituciones han fallado en lo fundamental y han acertado en algunos aspectos accesorios, de ahí que la referencia a Lampedusa, (que todo cambie para que todo permanezca), sea tan recurrente en estos tiempos. Se hizo una democracia sin participación política. Se nos concedió el acceso a determinados derechos como una gracia que las élites, (las del viejo régimen y las del nuevo), acordaron en los famosos salones de los hoteles de lujo de Madrid.

Como consecuencia de lo anterior, se produjo el acceso universal a determinados derechos y libertades al tiempo que las élites económicas continuaban manteniendo una plutocracia de privilegio que aumentaba su poder con la venta de las industrias estatales del antiguo I.N.I. y la privatización de los sectores estratégicos, como las producidas en el eléctrico y las telecomunicaciones, creándose monopolios, (como el de Telefónica), que sólo lentamente y por imposición de la Unión Europea se han ido matizando.

Pero para que esa plutocracia económica, (que ya existía en el franquismo), siguiera manteniendo sus privilegios e incluso los aumentara, era necesario que a cambio los políticos que detentaban el poder, (algunos muy alejados ideológicamente del régimen anterior), recibieran algunas prebendas. Éstas lo fueron en forma de créditos bancarios cancelados sin haber devuelto la deuda, acceso a la bicoca inmobiliaria, participación en puestos bien remunerados de lo público y lo privado, etc.

Lo peor de todo esto fue que tanto los partidos políticos como las empresas se vieron inmersos en un estado generalizado de corrupción que nos ha llevado a la situación actual. Los episodios constantes de corrupción pasan por la financiación ilegal de los partidos, los pelotazos urbanísticos en todo el territorio, (en especial en las costas), y los manejos en la administración para conceder adjudicaciones de obras. Pero lo peor de la corrupción no es el dinero que se han llevado los corruptores y corruptos, sino las consecuencias de todo ello:
- El diseño fuera de toda lógica del gasto público, que en lugar de estar dedicado a cubrir necesidades lo estaba a realizar obras faraónicas que dejaban buenos dividendos. La gente llegó a creerse que hacer infraestructuras exorbitantes era bueno porque generaba riqueza futura en forma de inversiones empresariales y del propio gasto de hacerlas. Los casos extremos de esta mentalidad son bien conocidos: aeropuerto de Castellón, Autovías de Peaje de acceso radial a Madrid, etc.
- En el mundo empresarial, la corrupción acabó con todo vestigio de libre competencia: las obras no se adjudican a la mejor empresa, sino a quien ha “huntado” al partido o a “quien está en el asunto”. La innovación, la excelencia, la profesionalidad, no cuentan si el adjudicatario ya está decidido de antemano.
- La corrupción a esos niveles acaba con todo vestigio de ejemplaridad. Si los más altos estamentos están implicados en la corrupción no se le puede pedir a un trabajador en paro que no haga chapuzas sin generar factura (y por tanto sin pagar impuestos).

Sólo le ha faltado decir a Santos Juliá que los que denunciamos críticamente este estado de cosas somos unos demagogos.

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