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jueves, 2 de mayo de 2013

De pasiones y miedos.



Es curioso lo variados que son los efectos de las sensaciones en las personas. Parece muy difícil comprender qué tipo de mecanismos psicológicos están detrás de muchos de los comportamientos humanos. Cómo alguien que demuestra una gran valentía ante una circunstancia determinada se convierte en un amedrentado miedoso en otras. Por ejemplo, en el guion de “Hable con ella”, de Pedro Almodóvar podemos ver a una torera, Lydia González, (interpretada por Rosario Flores en la película), la cual se enfrenta a esa máquina animal, a esa tormenta de fuerza que es un toro saliendo  de un toril.  De hecho, en una de esas prodigiosas entradas del toro a la plaza, ella le espera de rodillas, a porta gayola, y es arroyada por el animal que le ocasiona las gravísimas lesiones que dan pie al resto de la trama de la película. Sin embargo, en otra escena la vemos que después de romper con el  Niño de Valencia, con quien había tenido una relación, va a su casa a recoger sus cosas acompañada del periodista que protagoniza la película, Marco Zuloaga, (Darío Grandinetti). Éste acaba de despedirla después de llevarla de vuelta a Madrid en su coche. De repente ella da un grito sobrecogedor: ha entrado en la cocina de su casa y se ha encontrado una serpiente que se ha metido a través del jardín. Es el periodista quien tiene que volver para matar al reptil porque ella está sobrecogida por el miedo.

Yo tengo un amigo que es un hombre de pueblo, que se ha criado en el campo, conviviendo con los ganados, que además es criador de perros y, por supuesto, cazador. Es un hombre que está acostumbrado al trato con los animales, con la naturaleza, con la vida en todas sus manifestaciones en definitiva. Me ha contado que siempre le ha gustado cazar zorros, a los que persigue en sus madrigueras tratando de ser más astuto que ellos hasta atraparles. Pues bien, yo he visto a mi amigo echarse a temblar si veía aparecer una salamanquesa subiendo por la pared, incluso con la ventana cerrada que impedía que el animal pudiera entrar en el edificio.

Hay una historia cómica que nos habla de un viejo labrador, otro campesino acostumbrado a tratar con animales, a matar pollos de corral y enormes cerdos con un cuchillo. Alguien acostumbrado a soportar los envites de la naturaleza con serenidad. Alguien que tal vez ha visto como un rayo se devoraba una bestia y que después ha pasado muchas tormentas en el campo, o tal vez ha asistido a la furia devastadora de una riada que se llevaba unas mulas que no podían hacer nada para salvarse de las aguas homicidas, mientras él cruzaba el río para transportar unos corderos a lugar seguro a punto ya de que las aguas le impidieran hacer pie y lo arrancaran de la vida para sumergirlo en el Estigia de los muertos. Pues bien, ese viejo labrador con toda su experiencia y su valor observa atónito a su nieta que telefonea a su madre y exclama extrañado: “fíjate. Y no le da miedo el teléfono”. Expresión que deja traslucir el pavor que a él le produce esa extraña tecnología.

He conocido un hombre que ha salido de la cárcel después de décadas de reclusión por haber matado a otro en una reyerta a quien se le saltaban las lágrimas si un compañero a la salida del trabajo se marchaba a su casa sin decirle adiós. A otros he visto asistir a la muerte de su madre con toda la entereza del mundo, sin soltar una sola lágrima, y desmoronarse después contemplando una película en la que una tierna escena intrascendente le hacía recordar los tiempos dorados de su niñez.

Los mecanismos que hacen saltar los resortes de nuestro espíritu ya sean para la tristeza, el miedo, el amor, el odio, son a menudo inescrutables, al menos para la gente común que no tenemos amplios conocimientos de psicología. Creo que ni aún los expertos son capaces de discernir siempre qué extraños procesos internos ponen en marcha nuestras pasiones.

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