Cuando se viaja desde Madrid por la
autovía A2 y, pasado Aragón, se entra en Cataluña, el paisaje agreste de Los
Monegros se transforma y los pinares añaden un toque de verde a los campos.
Pasado Igualada se enfila hacia las montañas bajas de Montserrat y desde ahí el
descenso es continuo hasta alcanzar el
valle del Llobregat antes de Martorell. En este tramo se hace evidente
el cambio de clima por la influencia del Mediterráneo. El frío y la sequedad de
la montaña desaparecen y una temperatura suave te da la bienvenida a la ciudad
de los condes, la ciudad que se extiende a orillas del Mediterráneo entre L’Hospitalet
de Llobregat y Badalona.
Desde las primeras sensaciones,
Barcelona se percibe como una ciudad acogedora. Tan mediterránea como para ser
cálida y soleada. Lo bastante septentrional como para suavizar el calor
peninsular. Tan del norte como para tener una vida burguesa, ilustrada y
elegante y lo bastante sureña como para que las terrazas aparezcan llenas de
clientes sentados al sol. Tan seria como para haber desarrollado un mundo
industrial importante y tan alegre como para que en invierno la gente se reúna
en los barrios para asar calçots y comerlos en la calle en el bullicio soleado
de febrero.
No distingo la hospitalidad de los
grupos sociales, (una ciudad, un país), por la forma en que me tratan a mí,
sino por la forma en que nos tratan a todos. Barcelona es una ciudad que
siempre ha acogido a inmigrantes. Lo ha hecho por interés, porque los
necesitaba, pero también con elegancia. Por eso los emigrantes se hacen pronto
a las costumbres locales y las adoptan gustosos. En Madrid no saben la cantidad
de aficionados al F.C. Barcelona que existen en el sur de España. Se
asombrarían de conocerlo. En Extremadura y en Andalucía, en partes de La Mancha
y Murcia, los aficionados de clase obrera son, mayoritariamente, del Barça:
porque han sido emigrantes o lo fueron sus padres o sus familiares.
De modo que cuando uno llega a
Barcelona no se enfrenta con un problema, como piensan muchos, se enfrenta con
una normalidad asombrosa. Parte de lo que más quiero está en Barcelona: y no me
refiero al “modernisme”. Me gusta viajar, al menos, un par de veces al año a
esa ciudad y así lo hicimos esta Semana Santa.
Al día siguiente de llegar, alquilamos un coche en el aeropuerto del Prat y aprovechamos para viajar a Valls. Esta localidad a 20 kilómetros al norte de Tarragona es el centro mundial de los calçots. Los calçots son una hortaliza que se cría en Cataluña y que se forma por el cultivo modificado de una cebolla. Se entierra una cebolla en el huerto y al poco empiezan a surgir brotes que se elevan y aparece por encima del suelo. Según crecen se van calzando, (calçots), es decir, se les arrima tierra para que sigan enterrados y no desarrollen la fotosíntesis. Cuando están hechos se cocinan en una lumbre, pero no en las brasas sino al fuego. Una vez cocinados se envuelven en papeles y se colocan en una teja cerámica, una teja árabe tradicional que conserva el calor y en la que se sirven en la mesa. Cal Ganxo se encuentra en una antigua masía, un edificio peculiar magníficamente conservado, decorado discretamente con unos pocos elementos de mobiliario y adorno en los que se han conservado todos los elementos de la obra antigua sin incluir modernas soluciones constructivas y manteniendo las viejas en perfecto estado de conservación: carpinterías tradicionales, cubiertas formadas por parecillos de madera y ladrillos, muros de fábrica de mampostería con sus huecos recercados y pinturas que mantienen los colores originales.
Al sentarte en el restaurante te dan
un babero para que no te manches al comer. El calçot se saca del interior de la
vaina verde que lo envuelve, se moja en la salsa y se coloca vertical sobre la
boca para comerlo así, de manera que muy pronto comprendes la utilidad del
babero. Además, como han sido cocinados al fuego de la lumbre, la vaina externa
está chamuscada y te manchas los dedos de carbonilla. En la sala dónde comemos
hay un antiguo lavabo de piedra artificial con un grifo de media vuelta de
latón, donde de cuando en cuando vas a lavarte las manos. La combinación de la
hortaliza y la salsa está exquisita. Se acompañan con salsa romesco o salvitxada para calçots. De entre las recetas que hemos
visto, elegimos esta que consiste en mezclar en la batidora: 4 ó 5 tomates, 100 g. de almendras peladas y tostadas, 30 g. de avellanas igualmente preparadas, la pulpa de una ñora, 1 cabeza de ajos asados, 1 diente de ajo crudo, sal, vinagre, 1 rebanada de pan tostado y unos 80 cl. de aceite de oliva.
Se
pueden pedir cuantas tejas de calçots quiera uno comerse: en buffet libre; pero
hay que ser prudentes porque después de esto vendrá un plato de judías blancas
salteadas acompañadas con morcillas asadas y después un plato de chuletas de cordero y
butifarras asados a las brasas. De postre se come una bandeja de rodajas de
naranja cortadas finas y una crema
catalana que no tiene nada que ver con lo que hasta entonces has comido con ese
nombre. En el restaurante te ofrecen un vino tinto en porrón que, a pesar de su
rústica presentación, no está del todo mal, pero me gustaron los calçots
regados con una botella de cava de la tierra.
Después, para hacer la digestión se
puede hacer alguna visita en la Conca de Barberà, como por ejemplo, al
monasterio cisterciense de Poblet o al pueblo de Montblanc, que es a donde
nosotros fuimos. El casco intramuros de Montblanc es una agradable población
con un interesante caserío, un trazado de calles antiguas, una iglesia de
orígenes románicos con una alta torre, restos de palacios renacentistas, otra
iglesia a la que, (descubrimos atónitos), se le ha añadido un parking construido
en hormigón visto, una plaza alegre y concurrida con terrazas y un par de
pastelerías burguesas con decoración modernista que ofrecen espectaculares
monas de pascua.
Por la tarde, todavía tuvimos tiempo de hacer una parada en la costa para visitar la villa de Altafulla. A pesar de ser un pueblo de playa se trata de una villa hermosísima, con una iglesia neoclásica y un reconstruido castillo del siglo XV. Las casas están restauradas y bien conservadas, tratándose de construcciones de muy buena calidad. Sorprende un entorno tan agradable en una población turística de la costa. Un ejemplo de lo que debería haberse hecho en todos los pueblos costeros.
1 comentario:
Te felicito! Comer calçots en Cal Ganxo es una de las mejores decisiones. Conservan el buen hacer de la auténtica calçotada.
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