Para María Larios
Salió de su casa, cerró la puerta, echó la llave y llamó al ascensor. Iba tan absorto en sus pensamientos que se dio la vuelta para comprobar que la puerta estaba bien cerrada. Era uno de sus típicos gestos de inseguridad. En el fondo sabía que era un despistado y que se le podía olvidar cualquier cosa. Al bajar las escaleras cedió el paso a la señora del 2º-A que subía cargada con unas bolsas. Salió a la calle y se subió el cuello del chaquetón porque la mañana estaba fresca. No sabía caminar despacio, así que tomó la calle peatonal y se dispuso a recorrerla en unos pocos minutos. Quería desayunar pronto porque tenía cosas que hacer. En el camino vio setas en una tienda: eran unos níscalos extraordinarios.
Salió de su casa, cerró la puerta, echó la llave y llamó al ascensor. Iba tan absorto en sus pensamientos que se dio la vuelta para comprobar que la puerta estaba bien cerrada. Era uno de sus típicos gestos de inseguridad. En el fondo sabía que era un despistado y que se le podía olvidar cualquier cosa. Al bajar las escaleras cedió el paso a la señora del 2º-A que subía cargada con unas bolsas. Salió a la calle y se subió el cuello del chaquetón porque la mañana estaba fresca. No sabía caminar despacio, así que tomó la calle peatonal y se dispuso a recorrerla en unos pocos minutos. Quería desayunar pronto porque tenía cosas que hacer. En el camino vio setas en una tienda: eran unos níscalos extraordinarios.
- ¿De dónde los abran sacado? A mí no
me lo van a decir, desde luego que no.
Pensó al verlos.
Siguió
andando hasta el café, entró y pidió lo de siempre. Desayunó con cierta
parsimonia, sin prisas, mirando al fondo del local, sin nada que decir y nadie
a quien hablar. Pagó y se fue. En la oficina de Correos también se demoró poco.
Esperó su turno, entregó el sobre, pagó y se marchó. La mañana seguía fresca. Volvió
hacia su casa haciendo el camino de vuelta con la misma premura con que había
hecho el de ida. Al llegar decidió coger el coche. Bajó al sótano y salió sin
una dirección fija.
Una
especie de instinto lo llevó hacia las afueras de la ciudad, en dirección al
campo. No había previsto nada pero condujo hasta llegar al río. Paró el coche,
se bajó y tomó el camino que recorre la orilla. Sabía que lo peor de su nueva
situación, marcada por la soledad, iban a ser los fines de semana y,
efectivamente, así estaba siendo. El sábado lo quería dedicar a hacer
gestiones, pero después de ir a Correos se quedó sin ganas de hacer más, así
que, allí estaba, haciendo de nuevo el camino que discurre junto al bosque de
galería que ha formado el río y por el que tantas veces habían paseado en otros
tiempos.
Se dio
cuenta de que también en invierno los alisos tienen un aspecto magnífico. Sus
ramas sin hojas parecían un ejercicio de filigrana de orfebre en plata y el
cielo, blanquecino por las nubes bajas, parecía un fondo insuperable para ofrecer
contraste a las delicadas formas arbóreas. También comprobó que el aire fresco
de la mañana era un regalo para caminar porque el ejercicio le hacía entrar en
calor y el sol empezaba a aparecer de cuando en cuando entre las nubes bajas,
que tenían más de niebla que de otra cosa de la que pudiera esperarse lluvia
alguna. En el cielo se dibujó la silueta de un buitre y de unas piedras en la
orilla del río un martín pescador saltó disparado como una flecha azul hacia el
agua para coger al vuelo un pequeño pez que nadaba en la superficie fría del
río buscando el calor exterior. Luego el sol fue abriendo, (lo que le confirmó
que aquellas nubes eran más bien nieblas). La ciudad se le aparecía, allá
lejos, como un escenario donde la vida ejecutaba sus crueles lances. Cuando
llevaba casi una hora caminando vio un rincón propicio y se sentó un rato.
Consiguió estar unos minutos sin pensar en nada. O eso creía él.
- Nada, nada, no pienso en nada. El
agua pasa y el aguan no vuelve. Heráclito. He conseguido no pensar, relajación.
¡Qué agradable sensación! El sol allí arriba nos da vida a todos. A mí, a aquel
buitre que pasó siguiendo el curso del río, a los alisos. No pienso en nada. Es
magnífico estar aquí sin pensar en nada.
Así siguió
pensando durante un rato, hasta que se dio cuenta de que lo estaba haciendo, (y
además en exceso), y en ese mismo momento se puso en pie y siguió caminando. Llegó
hasta el cruce con el camino de Villar de la Algarroba y decidió marchar hasta
allí. Se le había hecho la hora de comer y sabía de un restaurante en ese
pueblo que siempre le había gustado: una casa de comidas pequeña pero bien regentada,
sencilla pero con calidad. Se sentó en una mesa junto a una ventana. El pueblo
que se veía desde allí tenía un caserío que a él le parecía feo y desordenado
pero detrás estaban los montes que se elevaban hasta el cerro de Santiago, una
umbrosa masa vegetal de alcornoques que se remataba con algunas manchas de
madroños, jaras y otros arbustos, hasta completar un bosque mediterráneo como a
él le gustaba. Un bosque donde no hacía mucho había estado recolectando setas y
por donde a veces se perdía en invierno por los senderos siguiendo el sonido de
las gruyas en la niebla, cargado con la ligera impedimenta de unos buenos
prismáticos de campo. Acordándose de estas cosas trascurrió un rato, lo
suficiente para que le trajeran el primer plato y media botella de vino que
había pedido: la única media botella que tenían en la carta. Cuando el camarero
la hubo abierto se arrepintió de no haber pedido su rioja favorito. Sólo por el
hecho de no desaprovechar parte de la botella, se había tenido que conformar
con lo que había. Pero el plato de carne a la brasa que regó con aquel tinto le
sentó tan bien que se olvidó de sus problemas con la carta de vinos no aptas
para clientes solitarios como él. Se demoró un poco en pedir el café, con el
que pensaba terminar la comida, por tener algo más de tiempo para descansar. Al
final pagó su cuenta y salió para volver a tomar el camino, ahora de
vuelta.
Por la
tarde estaba cansado, de manera que puso algo de música, (muy bajito), y se
dedicó a estudiar un poco. Mejor dicho, más que a estudiar, a leer alguna cosa
de las que tenía entre manos relacionada con sus estudios de biología. Nada
serio. Luego se hizo una cena ligera y después se puso una película. De pronto
se despertó y se percató de que se había quedado dormido en el sofá viendo la
película. Recogió un poco y se fue a la cama.
El domingo
amaneció sin niebla y el sol entraba alegre por la enorme ventana de su
dormitorio. Cuando se hubo aseado, bajó a la calle a comprar churros para desayunar
y el periódico. Siempre compraba ambas cosas los domingos. Volvió con su
escueta compra y se dispuso a calentarse un poco de leche mientras hacía un
café. Desayunó y pasó al salón para leer el periódico. Al cabo de un buen rato
sonó el teléfono y salió deprisa a cogerlo, no fuera a ser que llamara su hija
y no le diera tiempo a descolgar. Y, en efecto, era ella. Quedaron a las doce
en punto. Él se pasaría a recogerla con el coche.
Tiró el
periódico y se puso a preparar la casa. Recogió bien el salón, limpió la mesa,
pasó la aspiradora, incluso le pasó un paño a los cristales de las ventanas.
Después se fue a la cocina y preparó la base para una paella. Hizo un buen sofrito
con ajos, pimiento verde y un tomate. Luego añadió un calamar troceado que había
limpiado el día anterior, cuando lo trajo de la pescadería. Peló las gambas que había comprado y fue echando las
cáscaras en un cazo y las colas peladas en un pequeño bol que tapó con unas
hojas de lechuga, (para que no se secaran), y que metió en el frigorífico.
Llenó el cazo de las cáscaras con agua del grifo que tiró y lo volvió a llenar,
poniéndolo después a cocer con un poco de sal en uno de los fuegos de la cocina
de gas. Porque él sólo cocinaba con gas. ¿Quién
puede hacer una buena paella en una cocina vitro-cerámica? En otro cazo
coció unas pocas chirlas. Luego les fue quitando las cáscaras, guardando los
pequeños moluscos en otro bol. Midió el caldo de las gambas y el de las chirlas
y añadió una pizca de agua hasta llegar al medio litro justo que necesitaba
para hacer la paella. Acabado el proceso, metió todo en el frigorífico junto a
un paquete de la pescadería que contenía unas buenas cigalas y unos tacos de
atún, con los que pensaba completarla. Sacó un limón y el sobre de azafrán para
que no se le olvidara nada y dio por terminado el preparativo. Puso la mesa con
la vajilla nueva, la cristalería de los días de fiesta, servilletas de tela y su
mejor cubertería.
Ya más
relajado, fue a buscar una película para verla después de comer. Eso sí que era
difícil. Podía poner una de “las de toda la vida”, había varias que sabía que
no podían fallar, pero pensó que con una muchacha de quince podía fallar todo.
Podía ser que se molestara porque siguiera tratándola como una niña poniéndole
las películas de siempre y decidió que tal vez sería mejor que bajara al
video-club y buscara una película moderna con actores famosos, de esos que
salen en las revistillas un día sí y otro también. El problema estaba en que no
tenía ni idea de cuáles le podrían gustar. Preguntó al dependiente, quien no le
ayudó mucho, y finalmente optó por una que no era ni una cosa ni otra, una
comedia romántica inglesa que pensó que podría funcionar.
Se fue al
dormitorio y se dispuso a prepararse la ropa para salir a buscarla. Su camisa más
nueva, un pantalón adecuado y un jersey a tono con el conjunto. En lugar del
chaquetón que siempre llevaba y que le protegía de la lluvia, del viento y del
frío, se puso una chaqueta de paño y un fular.
Antes de
ir a buscarla se pasó por la mejor pastelería de la ciudad y compró dos
pasteles pequeños, porque si su hija veía una bandeja llena de pasteles ni los
probaba, pues pensaría que se podía poner como una vaca de gorda, según sus
propias palabras: una expresión muy típica de una adolescente como ella. Había
que tener mucho cuidado porque cualquier cosa podía hacer que la situación
pasara de una animada comida casera con sobremesa a un infierno de reproches en
el que podían terminar enfadados.
Llegó al
destino y paró el coche. No quería llamar al timbre para evitar mantener una
conversación inútil e intrascendente o, lo que es peor, un intercambio de
quejas a cuento de cualquier motivo fortuito. Así que se quedó allí sentado y
encendió la radio. En la emisora estaba sonando la canción de Bob Dylan y oía
el incesante estribillo: Knock, Knock,
Knocking on heaven’s door.
Miraba
hacia el portal de su casa pero no se había dado cuenta de que ella ya había
salido antes de llegar él y se había acercado al contenedor para reciclar los
papeles que le había dado su madre. Así que cuando vino por detrás del coche y
abrió la puerta del acompañante él se giró. Sorprendido, por un instante pensó:
se han abierto las puertas del cielo.
Pero sólo le dijo: Vamos a hacer una
paella que te vas a chupar los dedos.
1 comentario:
Qué bueno, don Manuel.
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