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Salí la mañana del domingo a montar en bici por los alrededores. Sin carriles bici uno se mueve entre las aceras y las calzadas según las ganas que tenga de jugarse la vida, de lo que pueda molestar a los peatones o de la intensidad del tráfico en ese momento. Así hice yo hasta que llegué a las afueras de la ciudad. Nada más tomar el primer camino de tierra y andar aproximadamente un kilómetro vi un coche que venía por otro arenoso sendero levantando una gran nube de polvo. Me paré un poco donde se cruzan los dos caminos para dejarle pasar, pero cuando el vehículo llegó a mi altura se detuvo, descendió su único ocupante y se dirigió a mí, para decirme que acababa de ser asaltado por un perro que había metido la cabeza por la ventanilla con evidente intención de morderle. “Si vas hacia la izquierda”, me dijo, ”ten mucho cuidado”. “No, voy por el camino de la derecha”, le contesté. Así que seguí mi ruta, una vez lo hizo el coche, pero no dejé de mirar hacia atrás, no fuera que aquel enorme perro que veía a medio kilómetro y que no había dejado de ladrar en todo el rato se arrancara hacia mí. Al poco llegué a una zona de chalets construidos en mitad del campo. Urbanizaciones que aparecen así, en mitad de los caminos, como si tal cosa. Me tranquilizó, porque podría encontrar algún refugio si el excitado perro decidía perder su tiempo en seguirme para atacarme por el mero hecho de pertenecer a la raza humana, pues estos perros, los llamados cimarrones, tienen su peligro y más de una vez me los he topado recorriendo con la bici esos caminos que no son ni de Dios ni de los hombres.
Verdaderamente el peligro disminuyó, pero no las ansias agresivas de los perros hacia mí. A cada nueva parcela, aparecía uno de esos enormes mastines, (o dos, o tres, o cuatro), con los que los propietarios de esos minúsculos terrenos suburbanos quieren proteger no-sé-qué propiedades suyas. Tal vez esos somieres abandonados que usan para hacer una cerca, esos escasos bloques de hormigón que sujetan una única plancha de fribrocemento, o tal vez esos pallets de madera que nadie, ni ellos mismos, saben que utilidad puedan tener en tan descarnada finca, en la que sólo un único chopo deja constancia de que allí ha habido un ser humano con la intención de mejorar el medio después de haber arrasado todo lo que la naturaleza había puesto en esa media hectárea que ahora está vallada con alambres de espino, como si temieran el paso de invasores extranjeros.
Un pequeño bosquete de alóctonos eucaliptos donde no había mastín alguno que se tirara con sus cuatro patas hacia la valla metálica y me volviera loco con sus ladridos de apariencia desesperada me sirvió para un pequeño descanso que aproveché para preguntarme qué hacía yo una mañana de domingo soportando tanto alboroto de mastines que interrumpen mi tranquilo deambular.
El resto del camino fue un continuo padecer con la máquina que me transportaba. Perdí el aire de una rueda y tuve que cambiar la cámara. Al poco noté que me volvía a quedar sin aire y fui a una gasolinera a tratar de arreglarlo. Finalmente acabé la jornada andando y arrastrando la bicicleta hasta casa.
El campo estaba abrasado por la canícula. Hasta que las primeras lluvias del otoño traen la vida de nuevo y los suelos de Extremadura vuelven a cubrirse milagrosamente de un manto verde, el aspecto del campo es semidesértico, sólo enormes cardos más altos que yo, salen al camino a saludarme.
De vuelta a casa se divisaban enormes nubes de humo producto de la ancestral costumbre española de quemar los rastrojos antes de que lleguen las lluvias. El humo se pega al suelo y se mete hasta las casas. Cuando llegué a la ciudad un coche de bomberos salía por la carretera en dirección a algún incendio en el campo. Alguien había perdido el control y la quema de los rastrojos se le había ido de las manos.
Finalmente al llegar a casa, mis vecinos comentan en el ascensor que están encantados con este “buen tiempo”.
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Es por todo eso que hoy no habrá bonitas fotos del campo en este blog.
2 comentarios:
Es curioso lo que comentas de los perros y la protección de esas propiedades. Yo también he observado ese afán de proteger algo que ni remotamente está en peligro. Me da la impresión de que se debe a la creencia de que el perro guardián da empaque a la propiedad y hace sentir al dueño que pertenece ya a una clase social superior.
Gracias por el comentario.
Me gustan los perros, como me gustan todos los animales, pero ir a dar un paseo y que te vayan ladrando continuamente esos mastines que parece que te van a comer, me desagrada. Al principio del verano estuvimos en Girona y recorríamos los caminos de la costa llenos de chalets, (la mayoría de ellos de lujo), sin que nunca nos saliera un perro al encuentro y nos ladrara. Luego hemos estado en el Pirineo navarro y hemos visto lo mismo. En el resto de Europa enseñan a los perros a no ladrar. Cuando se cruzan dos machos puedes ver lo que sufren por lo que se tienen que reprimir para no ladrarse el uno al otro. Evitar el ruido y las molestias a los demás está por encima de todo en otros países. Si quieres seguridad en el chalet pones una alarma, que para eso están, y si tienes un perro le enseñas a que te proteja sin ladrar a todos los transeúntes.
Un saludo.
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