Atardecía. Después del chaparrón, el agua bajaba las calles como si de arroyos de montaña se tratara. Tomó la Sexta Avenida en dirección al río, como podía haber tomado cualquier otra dirección. Cruzaba un semáforo cuando vio aquel tropel de muchachos que bajaban corriendo. Había mucho ruido, pero él no oía nada. Solamente escuchaba sus pensamientos como si fueran de otro. Se dio cuenta de que empezaba a compadecerse de sí mismo y eso le hizo sentirse aún peor. No paraba de preguntarse cómo podía haber llegado a esa situación. Hacía recuento de la gente y no encontraba nadie con quien pudiera tener una mínima relación más allá de las propias de los compañeros de trabajo. Sí, podía bajar a la cafetería de la esquina y tomar un café con cualquier compañero, pero sabía que si llamaba a alguno de los que hasta entonces había considerado amigos y le contaba que se le había estropeado el coche en el cruce con la Quinta, le respondería con evasivas: no tenía a nadie que viniera a echarle una mano. Eso le fastidiaba más aún que lo de su Ford. No podía entenderlo. Tampoco era un tipo especialmente taciturno, ni nadie que fuera por ahí tocándole las narices a la gente. Al contrario, hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que la gente no quiere problemas, ni quiere que nadie venga a contar milongas, razón por la cual él no lo hacía nunca. Procuraba sonreír, incluso reía las ocurrencias de los amigos que, muchas veces, no tenían maldita la gracia. Cuando joven había disfrutado de la amistad de un magnífico grupo de muchachos vecinos, de compañeros de estudio, con los que se había criado en Rutherford, una pequeña población más allá del río, donde habían vivido todos hasta que poco a poco se fueron casando y abandonando el pueblo en dirección a la Gran Manzana. Después había procurado alimentar aquellas antiguas amistades pacientemente, un día y otro, llamándolos por teléfono o quedando para cenar cuando coincidían de nuevo en el pueblo, pero no había servido de nada. Con el tiempo, cada uno había tomado una dirección y, el hecho de que se encontraran alguna vez, cuando iban a visitar a sus padres, no evitaba el desapego que, imperceptiblemente, va poniendo una distancia entre personas que, solo unos pocos años atrás, habían sido amigos inseparables.
Se sintió abrumado. Fue un descubrimiento sorprendente, como si, de pronto, se le callera algo de las manos. Hasta aquel maldito día de marzo no se le ocurrió pensar que no tuviera a nadie a quien llamar para que viniera a recogerle y, tal vez, le ayudara a arrancar el condenado Falcon que se había negado a continuar rodando por las calles del Greenwich Village un día lluvioso de 1964. Finalmente tuvo que tomar un taxi, pues caía la noche y no solucionaba nada vagando por el barrio. El taxista era un hombre de color que llevaba la radio encendida, con las noticias de la política local que a él le ponían aún de peor humor.
Fue entonces cuando el taxista giró el dial del aparato y escuchó los primeros acordes de Flamenco Sketches, con el magnífico sexteto de Miles Davis, el sexteto del “Kind of Blue”. Finalmente la luna se elevó sobre el puente de Brooklyn al tiempo que se estiraba en el asiento de aquel taxi y se sumerjía en la extraordinaria música.
Algo parecido le pasó recientemente a Antonio Muñoz Molina. Él lo cuenta mejor en su entrada "dentro de un taxi" del 14 de octubre.
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