Conozco muchas personas inteligentes, bueno, tampoco muchas, digamos algunas, que no hay que exagerar, en fin, conozco personas que piensan que lo de los debates televisivos entre candidatos es un espectáculo que no tiene nada de político y mucho de mediático. Pues bien, estas inteligentes personas al día siguiente al consabido debate están desde la hora del primer café deliberando como le fue a cada uno y cuál es la valoración que les merecen los susodichos y así se lo cuentan a todo el que se les ponga a tiro, porque una vez que la competición ha empezado nadie quiere quedarse fuera. Uno puede quedarse sin ver un partido de futbol porque tenga un montón de cosas mejores que hacer, pero si por casualidad ese día decide verlo, puede sufrir un infarto de la subida de tensión que le produce ver como el árbitro (cabrón) maltrata a su inocente equipo. Lo mismo pasa con los debates políticos. Lo mismo. Todos, incluso los propios candidatos, hemos afirmado hasta la saciedad que no son importantes, que lo que allí se diga está sujeto a múltiples imponderables y que el éxito o el fracaso en los mismos no es señal más que de un mal día: un mal día lo tiene cualquiera. Pero una vez que se enciende el televisor y aparecen los dos candidatos, nos volcamos en un duelo al sol, como si no hubiera más candidatos que esos dos. Como si no fuéramos a elegir 350 diputados y un número parecido de senadores. Es la competición. Un mecanismo al que respondemos de forma automática y que los políticos y los medios saben aprovechar muy bien.
Una cuestión lexicográfica: ¿Se llaman candidatos porque se dirigen a los cándidos?.
Una cuestión lexicográfica: ¿Se llaman candidatos porque se dirigen a los cándidos?.
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