A
veces por la noche, por fin soy libre. Quiero decir que lo soy porque he
terminado mis obligaciones. Obligaciones laborales, obligaciones domésticas,
familiares, sociales, etc. Me siento después de cenar, tal vez frente a una
copa, me pongo algo de música (o radio clásica en la TDT que paso por el equipo)
y me cojo un libro que me apetezca, como hacía Michele de Montaigne en su torre
de gentilhombre del Perigord, salvando todas las distancias, (claro, ¡que más
quisiera yo!). Ahora estoy leyendo una antología de Antonio Gramsci preparada
por Manuel Sacristán, (Editorial siglo XXI, México, 2005), que he visto
recomendar en Le Monde Diplomatique (edición española). Gramsci fue un hombre
especial. Vivió la parte final de su vida prisionero, (de 1926 hasta 1935,
cuando fue ingresado en el hospital con el mal de Pott, principios de
tuberculosis, arterioesclerosis y otros males, que le llevaron a sufrir una
hemorragia cerebral de la que murió, dos años después, a los cuarenta y seis
años de edad). Le encarceló Musolini en cuanto que tuvo el poder suficiente
para hacerlo, porque Antonio Gramsci era el Secretario General del Partido
Comunista Italiano. Nunca he sido comunista, pero tampoco nunca les he tenido
miedo o fobia. Me identifico con el marxismo, porque los análisis marxistas de
la economía, de la política, de la cultura, me parecen insuperables, pero no me
identifico con la “praxis” leninista, y tendría mucho que decir contra las
excrecencias de tipo estalinista que del leninismo han surgido, según mi
humilde opinión. El caso es que el pobre Gramsci está ahora de moda, (bueno, tampoco
tanto como Belén Esteban), y me apetece echarle un vistazo.
Los
autores políticos son históricos, en sentido hegeliano, y sólo tienen valor
puestos en su lugar, en su momento particular. Leer a Gramsci nos puede ayudar a
despejar las tinieblas de nuestro presente, pero esos textos se escribieron
para despejar las tinieblas de nuestros abuelos. Claro que más antiguo es
Montaigne y aquí llevo varios años tratando de leer sus Ensayos, y todavía sigo.
Esta
semana se ha levantado un viento fresco en este país que, poco a poco, se está
llevando las tinieblas y permitiendo que la luz se imponga. Esperemos que este
tiempo se haga hegemónico, como diría Gramsci.
¡Dios!
Se me ha ocurrido poner alguno de aquellos discos de Miles Davis de los
cincuenta, (you know what I mean, man), y en este momento empieza a sonar una
versión inolvidable de “My Funny Valentine”, de Richard Rodgers. Ahí está el
saxo de John Coltrane, el piano elegante y con swing de Red Garland y,
completando la sección rítmica, nada menos que Paul Chambers al bajo y la
batería de Philly Joe Jones. Un quinteto que era hegemónico en el año en que yo
nací y con el que empecé a oír jazz cuando adolescente.
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