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lunes, 15 de marzo de 2010

FOTOS: En el arroyo de las Lanas.

Levantó los ojos hacia las perdices pero el sol le cegó durante un instante y no pudo hacer bien su disparo. Avanzó unos pasos, como si buscara cambiar de posición, pero Rafael sabía que era su forma de superar el súbito enfado que ese error le había ocasionado. Lo conocía perfectamente. Después de tantas jornadas subiendo y bajando cerros por esos campos, después de tantas noches de enero sin poder dormir por tener que levantarse a echar leños al fuego a cada poco para tratar de calentar el refugio de La Higueruela, después de tantas piezas cobradas en el campo y los almuerzos en la hoguera, Rafael sabía en cada momento lo que pasaba por su cabeza, si estaba enfadado, si estaba alegre, si quería o no quería seguir, si la caza estaba siendo satisfactoria o si se había cansado de acosar liebres por las rastrojeras sin haber cobrado pieza alguna. Al poco llegaron a la cañada y la siguieron para bajar hacia el arroyo de Las Lanas. Era un día luminoso de otoño y en esa amanecida todo parecía empezar de nuevo, o al menos eso daban a entender los cantos de los mirlos en el encinar. Al cabo de un buen rato pararon para hacer un descanso y encender un cigarro. Sentados en el berrueco charlaban sobre lo divino y lo humano, más bien centrados en los aspectos cotidianos de su vida y sus labores diarias. Rafael era agricultor. Dueño de unas tierras de secano en Velliza, cerca de Tordesillas, lo había conocido en la cosa de las codornices. Compartían la afición cinegética y una forma severa de caminar por el campo sin abrir la boca para no levantar la caza. Pero cuando, como ahora, se sentaban a echar un cigarro aprovechaban para hablar de lo suyo, preguntando en primer lugar por el estado de salud y las cosas de la familia. Rafael tenía un hijo estudiando Veterinaria en Madrid y le hablaba a su compañero de los avances académicos del chico o le pedía su opinión sobre si era mejor, por ejemplo, que se fuera a un Colegio Mayor o que se buscara un piso para compartir con algunos paisanos por la zona de Argüelles. Por su parte don Miguel le preguntaba a su compañero sobre la forma de tratar los árboles, pues no hacía mucho que se había comprado una casa en Sedano y quería saber lo que era mejor para que sus viejos olmos no se estropearan, como les venía pasando ya a sus vecinos, o para que los manzanos echaran para arriba. Después apagaban la colilla en el suelo con mucho cuidado y volvían a su caminar callado y concentrado en lo que estaba sucediendo en el campo. Como Rafael ya sabía, la perdiz busca su refugio nocturno cerca del agua, y en la zona del arroyo de Las Lanas se habían escondido aquella noche. No les costó mucho cobrar algunas piezas de manera que al llegar el sol a lo más alto habían completado una buena jornada de caza. Pero desde el limpio despertar hasta el mediodía el cielo se había ido cubriendo de nubes, de tal manera que cuando quisieron darse cuenta había empezado a llover y según pasaba la tarde lo hacía con más furia. Viendo un cortijo en lo alto del siguiente cerro se dirigieron allí para buscar algún refugio. Según se acercaban vieron el humo que  tras salír de la chimenea se esparcía entre las higueras y ya el olor de la leña les anunciaba el reconfortante abrigo donde podrían a buen seguro secarse la ropa. En la puerta de la alquería había un hombre mal vestido y peor aseado que tenía una grajilla en el hombro y que al verlos venir abrió su boca, enseñando una desarreglada dentadura, mientras repetían sin aparente sentido: milana bonita, milana bonita.

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