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miércoles, 9 de marzo de 2016

La vieja Europa



La pequeña localidad de Hallstatt es una metáfora de lo que es Europa. Voy a contar por qué me lo parece a mí.

Hallstatt es una aldea de Austria que está cerca de Salzburgo en el Tirol, en lo que llaman el Salzkammergut. Allí, el paisaje está formado por escarpadas montañas que caen hasta un lago, (que, por supuesto, se llama Hallstatter See). En las paredes de la montaña, justo antes de sumergirse en las frías aguas del lago, se construyó la población que en la actualidad cuenta con 815 almas según la Wikipedia. Crear ese burgo ahí fue casi un milagro pues no había sitio donde edificar las casas. Este empeño por asentarse en tan escarpado lugar se debe a que en la zona había minas de sal, preciado mineral en la antigüedad. Ya en la Edad del Hierro, una de las primeras culturas de la que se descubrieron restos fue la conocida como cultura de  Hallstatt, pues ya en esta época el sitio estaba habitado. Las dificultades para el desarrollo urbano del pueblo fueron tales que en un momento dado, en el siglo XVI, tuvieron que sacar todos los restos del cementerio para poder seguir construyendo. No obstante, esos restos fueron catalogados marcándose el nombre, profesión y fecha de fallecimiento en sus cráneos, tal como se pueden ver hoy día en el osario donde fueron colocados, en el Hallstatter Beinhaus. Tan importante era el enclave para el comercio de sal que en esa época construyeron una tubería a base de troncos vacíos hasta el lago Ebensee (a más de 30 kilómetros de distancia) por la que hacían circular el preciado mineral en forma de salmuera. Todas estas circunstancias hicieron que la villa fuera uno de los enclaves más pintorescos de Europa, formando parte hoy del Patrimonio de la Humanidad declarado por la UNESCO. Hasta tiempos recientes, sólo se podía llegar hasta allí cruzando el lago en barco o atravesando, mediante estrechos senderos, las encrespadas laderas de aquellas montañas, de manera que, los escasos habitantes de la localidad, tenían el privilegio de disfrutar en exclusiva aquellos parajes magníficos.

Posteriormente, cuando estas actividades mineras fueron decayendo, es de suponer que el sitio se convirtiera en un reducto privilegiado, donde unos pocos podían disfrutar de esos paisajes sin que nadie viniese a molestarles. Es de imaginar que tal exclusividad tendría un elevado coste en el mercado inmobiliario y que los privilegiados propietarios con capacidad para adquirir casas en la pequeña localidad habrían de pertenecer casi exclusivamente al estamento nobiliario, o ser, cuando menos, prósperos burgueses de la zona con deseos de disfrutar de su solitario privilegio a cualquier precio.
   
Sin embargo, con el tiempo se realizó una bien asfaltada carretera que atravesando la ladera mediante túneles permite hoy día llegar hasta el mismo corazón del pueblo. Pero había pocos alojamientos turísticos y, es de imaginar, que los viajeros se acercarían a conocer ese pueblo, sacarían unas cuantas fotos, contemplarían asombrados aquel panorama, y luego se irían a Salzburgo o a otras localidades bien dotadas de alojamientos y restaurantes. Pero un día alguien vio la posibilidad de negocio que ofrecía construir un camping en la localidad y así nació el campin Klausner-Höll: “Wir sind ein Familienbetrieb und haben für Sie vom 15. April bis 15. Oktober geöffnet”. 

Ein Familienbetrieb, es decir, un establecimiento familiar. Este establecimiento, facilita ahora que numerosos turistas, de esos que cruzan Europa de punta a punta, pasen por aquí para disfrutar de las maravillosas vistas y del pintoresco casco urbano de Hallstaat, como sucedió una mañana de verano hace unos años en que, dos familias españolas viajábamos con la pretensión de recalar alguna jornada en tan singular paraje. Después de atravesar los magníficos túneles que permiten cruzar la montaña hasta el corazón del pueblo, nos detuvimos en un parque tratando de encontrar alguna indicación del camping Klausner-Höll. Me bajé de mi vehículo, vestido de pantalón corto, con una camiseta informal, una gorra de visera que apenas tapaba mi meridional cabellera, (entonces aún morena), de europeo mediterráneo, y me dirigí hacia una pareja mayor elegantemente vestidos, (ella con una pamela y un vestido, ambos de color beis, él con un traje gris claro y corbata), al objeto de pedirles información para localizar el camping. Amablemente me dirigí a ellos en mi torpe alemán saludándoles cortésmente y preguntándoles por el campin Klausner-Höll. Ellos se cruzaron conmigo con su rostro impertérrito y su mirada fija en el horizonte, con una elegancia propia del “Ancien régime”, tal vez molestos por las bárbaras invasiones que habían convertido esa paradisíaca porción del Imperio Austro-húngaro en una ruta de turistas apresurados por culpa de lo cual, cualquiera podía pisar aquel paraíso poniendo fin a la exclusividad de sus propiedades urbanas. Siguieron su camino y no se dignaron en dirigirme la palabra.

Esa es la exclusividad de esta maravillosa Europa. Esa es la actitud con la que miramos a esos refugiados que vienen del sur, de Africa, o del Este, de Oriente Medio. Nosotros aquí, tan elegantes. Con tanta cultura y educación. Con nuestro Himno a la Alegría de Schiller-Beethoven.


O Freunde, nicht diese Töne!
Sondern laßt uns angenehmere anstimmen,
und freudenvollere.
Freude! Freude!

¡Oh amigos, no en esos tonos!
entonemos otros más agradables
y llenos de alegría
¡Alegría! Alegría!




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