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miércoles, 8 de enero de 2014

¡Aparta tus sucias manos de la filosofía!

Por alguna razón que habrá que determinar algún día, nuestra sociedad es presa de un error de concepto enorme: la confusión entre fines y medios. Uno se compra un aparatito de estos que todo el mundo anhela, por ejemplo un teléfono de última generación, y alucina con lo que se puede hacer con él, aunque no tenga necesidad de hacer nada, tal vez hablar de cuando en cuando, y ya es mucho decir, porque siempre puedes esperarte a llegar a casa y llamar con el fijo, que todavía es más barato. No estoy diciendo que estos aparatos no sean magníficos y que no hagan cosas maravillosas, lo que digo es que confundimos los medios con los fines. Antes de caer en esta confusión, uno sentía una necesidad y los científicos y técnicos trabajaban para solucionarla. Ahora todo ha cambiado: los genios del marketing, los vendedores, ponen a trabajar a los ingenieros para que hagan aparatos que ellos saben que se pueden vender muy bien y, cuando están hechos, se dedican a venderlos, quiero decir a promocionarlos y a convencernos de que ese aparato lo necesitamos más que el comer. Antes, cuando uno quería algo, iba a una tienda y preguntaba: tiene usted tal cosa. Hoy día son ellos, los vendedores, los que te llaman a casa y te ofrecen una propuesta que no puedes rechazar. No puedes porque no te dejan. El otro día tuve que colgar el teléfono con malas maneras a un vendedor que me exigía que aceptara un descuento del 10% en mi actual tarifa telefónica, descuento que requería a cambio mi fidelidad inquebrantable por, al menos, un año. “Pero si lleva usted diez años con nosotros”. Pues sí, pero no sé lo que haré mañana, máxime cuando he visto que la competencia ha colocado un cable de fibra óptica que llega hasta la puerta de mi casa. Claro que, no sé si la contratación de este nuevo  sistema será obligatoria: hasta ahora nadie me ha pedido permiso para poner una caja enorme justo en la puerta de mi casa, pero la han puesto. Volvamos al tema y no nos vayamos por las ramas: confundimos los fines con los medios. De tal manera que el máximo medio para conseguir cosas, que es el dinero, se ha convertido en un fin. El dinero es un medio alucinante porque te abre todas las puertas, pero no nos confundamos, no es un fin. ¿En una isla desierta con qué nos quedaríamos en un naufragio, con una caja de zapatos llena de billetes de 500 € o con una caja de zapatos llena de buenos libros? Yo no tengo duda.

Hace tiempo escuché una conversación que me hizo pensar. Desayunaban a mi lado varios conocidos empresarios de mi localidad. Era un día de primeros de enero por la conversación que tenían, pues hablaban de las dificultades que se les presentaban para encontrar regalos de Reyes para sus hijos. Finalmente uno de ellos saltó: “Yo ya lo tengo resuelto. He visto un regalo que me ha encantado, creo que voy a acertar sin duda alguna”. A las preguntas de sus compañeros contestó el susodicho: “He visto una colección de monedas, de antiguas pesetas, que vienen en un estuche muy bien presentadas. Es un regalo precioso”. Los demás asintieron, mientras le miraban con envidia: “Qué demonios, Javier sí que sabe hacer regalos”. Ellos tenían claro que lo más hermoso que había en el mundo era el dinero y regalar dinero tenía que ser una preciosidad. No era que les diera dinero a sus hijos para que se lo gastaran en lo que quisieran, no: el propio regalo consistía en dinero, era un regalo para coleccionistas, para tenerlo en casa y mirarlo de cuando en cuando, contemplando la cosa más bella que existe en el mundo. ¿Pensarían igual sus hijos? Seguramente no porque eran aún pequeños pero no tardarían mucho tiempo en reconocer el valor de lo que para su padre era la cosa más hermosa del mundo.

Pues bien. Con el tiempo estos señores, (o algunos otros que comparten su “pensamiento” con ellos), han llegado al poder  en España y se han puesto (manos a la obra) a hacer leyes para cambiar este país y convertirlo en un país productivo. Han sacado una ley de educación que promueve el utilitarismo más zafio y han confundido la velocidad con el tocino entreverado. Si no, léase este párrafo que según José Luis Pardo (en El País) aparece en la LOMCE, la ley de mala educación que ha parido el Sr. Wert. El párrafo en cuestión habla de los fines de la disciplina de filosofía. Según este avispado legislador la filosofía sirve para: “conocer el modo de preguntar radical y mayéutico de la metafísica para diseñar una idea empresarial y/o un plan de empresa utilizando habilidades metafísicas y gnoseológicas para conocer y comprender la empresa como un todo, facilitando los procesos de cuestionamiento y definición clara de las preguntas radicales y las respuestas a las mismas, como ¿qué somos?, ¿qué hacemos?, ¿por qué?, ¿para qué sirve esta empresa?, ¿cuál es nuestra misión?, ¿cuál es su sentido, su razón de ser?”. Una transformación asombrosa desde la metafísica hasta la dirección y administración de empresas que el pobre autor del magnífico artículo comenta: “algo que resulta imposible haber escrito de no haber perdido por completo y en un solo acto el sentido común y el sentido del ridículo”. 

Dice José Luis Pardo a continuación: “Este es un régimen de vida que produce mucha más basura que ningún otro conocido, que se llena por todas partes de desechos, ruinas, desperdicios (esos mismos instantes dispersos que nacen ya obsoletos, que caducan en el mismo momento en el que nace el instante siguiente), harapos de humanidad ocultos en las montañas de porquería de los vertederos. El escritor o el pintor de la vida moderna es, en el retrato que [Walter] Benjamin hace de Baudelaire, el que convierte en una profesión el rebuscar entre la basura hasta encontrar esos residuos de sensibilidad —y de entendimiento— que la sociedad ha ido desechando precisamente para funcionar mejor, para profundizar en el modo empobrecido de vivir en medio de la opulencia tecnológica”.

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