España es un país especial, cuyo momento de mayor esplendor se produce con Felipe II, en la época del imperio donde nunca se ponía el sol según la consabida expresión que nos enseñaban en el colegio de mi infancia. En el colegio no nos enseñaban que Felipe II hizo un decreto que prohibía a cualquier español estudiar en las academias extranjeras que, por la época, empezaban a proliferar por toda Europa. Eran los primeros pasos de la modernidad que venía de la mano de Francis Bacon, en Inglaterra, de René Descartes en Francia, de Gottfried Leibniz en Alemania, y muchos otros; en España hay una larga lista de intelectuales y hombres de ciencia en el humanismo renacentista de los siglos XV y XVI, pero en el siglo posterior al Concilio de Trento (es decir, en el XVII), desaparece el interés por la ciencia para evitar conflictos con la Santa Inquisición. ¿Alguien puede nombrar un científico español del XVII, cuando la ciencia inicia su carrera ascendente en toda Europa?
Dicen Carlos Solís y Manuel Sellés en “Historia de la ciencia”, (Espasa, 2005, p. 335): “… la estima que el llamado Rey Prudente [Felipe II] tenía por la ciencia era peculiar, pues la consideraba un saber secreto que se podía comprar y mantener oculto para que no contaminase a sus súbditos. Por un lado compraba instrumentos y contrataba alquimistas y técnicos de cualquier parte de Europa, mientras que por otro prohibía a los españoles salir a las universidades europeas y leer libros peligrosos para el alma”. La Academia de Matemáticas fue “sustituida por el Colegio Imperial, regentado por los jesuitas, que se entregaron a dar un barnizado superficial a la nobleza a base de curiosidades experimentales sin meterse en profundidades teóricas siempre sospechosas”. Tal vez esta sea una de las razones por las que el prestigioso historiador del periodo, Geroffrey Parker, califique a Felipe II de “El rey imprudente”.
Puede pensarse que esta época es la que ocasiona la decadencia de la patria, época que es conocida como el Siglo de Oro por el chauvinismo hispano. Es verdad que es de oro para la literatura y la pintura, incluso para la arquitectura (Juan de Herrera) y la música (Tomás Luis de Victoria), pero para lo que concierne a la libre especulación, a la investigación abierta del mundo, no hay lugar en la España del Imperio. Desgraciadamente, este hecho posee una tremenda relevancia. Europa durante la Edad Media e incluso en el Renacimiento, era una zona más atrasada que otras, como China, La India o el mundo árabe. Sólo mediante el avance de la ciencia y el desarrollo de la tecnología experimental, Europa pasa a estar a la cabeza del mundo y en disposición, por tanto, de ambicionar su conquista. Esta ambición nos ha llevado al abismo muchas veces, pero esa es otra historia.
No sólo España tenía problemas. Italia, que fue imprescindible en el Renacimiento, decae por esta época, después de que el filósofo Giordano Bruno fuera quemado en el Campo dei Fiori de Roma por ser declarado hereje, el año en que empezaba el siglo (nada menos que en 1600), y de que a Galileo se le condenara a prisión perpetua por haber dicho que la tierra giraba alrededor del sol, (contradiciendo al Antiguo Testamento en el que se cuenta que Josué pidió a Jehová que detuviera el sol para poder acabar con su matanza de gentiles). La decadencia de Italia va pareja con la de España, no en vano, gran parte de la península estaba en poder de la española corona de Aragón.
Qué inventen ellos, es la consecuencia de aquel atraso, según un principio bastante mezquino, que hace de la necesidad virtud. No debe extrañarnos, pues, que los políticos corruptos que han vendido el país a los especuladores extranjeros, no hayan hecho nada para impedir que los investigadores españoles del siglo XXI desaparezcan de la faz de la patria y hayan permitido que se vayan a países más propicios a la ciencia y la investigación. Estos patriotas que nos quieren consolar dejándonos esas monumentales banderas de España, mientras ellos se llevan los beneficios de su corrupción a Suiza.
Se trata por tanto de un asunto bastante antiguo que viene de largo.
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