La primera vez que visité un país
del “socialismo real”, aquellos que estaban más allá del “telón de acero” que
se decía entonces, comprendí por qué habían fracasado como proyecto político.
Tengo que decir que nunca confié en el triunfo de ese socialismo que yo
llamaría simplemente estalinista, pero la experiencia de caminar por sus calles
me hizo ver de golpe todo el fiasco de su ideología: era una ideología
limitada. Se había limitado a actuar en una sola dirección, en lo económico, (y
además lo habían hecho mal porque sólo habían sustituido la clase burguesa por
una clase burocrática de miembros del partido único), y habían olvidado el
resto. No se habían acordado de que la gente, además de pan y viviendas,
necesita árboles en las calles.
Franco que también estableció una dictadura,
pero en su caso una dictadura mediterránea, siempre se preocupó de que hubiera
árboles en las calles. Cuando yo era niño, vino el dictador a inaugurar mi
barrio, (casi diez años después de haber sido construido). Para preparar la
visita de este sobresaliente facineroso que había conculcado la legalidad
democrática con una dictadura cruel y ridícula sus serviciales adláteres
llenaron el barrio de árboles que plantaron centenares de obreros que trajeron
para la ocasión. Tal vez esos obreros eran todavía prisioneros de guerra que el
caudillo de la España una, grande y libre, empleaba en estos menesteres, o tal
vez eran simples empleados de Banús, aquel industrial de la construcción que
compartía beneficios con la familia y que a la sazón estaba empezando a
trasladar sus negocios a la Costa del Sol, inaugurando un negocio tan español
como el de la especulación inmobiliaria, aunque en aquella época no había
corrupción política: se hacía lo que ellos querían y punto.
Claro que, cuando se acabaron los
fastos de la celebración, volvieron los mismos trabajadores y se llevaron todos
los árboles que habían plantado. Tal vez algún jerarca del Régimen los disfrutó
en su finca de Alpedrete durante todos estos años.
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