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viernes, 19 de abril de 2013

¡Qué los imprudentes paguen!



Una cosa es la realidad de los hechos y otra cosa es lo que nos quieren vender manipulando la información, forzándonos a aceptar como razonable lo que son auténticas aberraciones.

Un Ejemplo. La derecha de este país lleva unos días haciendo campaña por todas partes para conseguir que los rescates que se hayan producido por imprudencia sean facturados al insensato culpable. No, no se refiere a Rodrigo Rato ni a las preferentes, no son esos rescates ni esos imprudentes a los que se va a cobrar. No, a esos no. Pero uno se pregunta:, ¿Hasta qué punto se es un imprudente? Un amigo de derechas me ponía un ejemplo muy claro: subir a la montaña si tienes más de cincuenta años y cierto sobrepeso que puede ocasionarte que se te tuerza un pie y tengan que subir a por ti. Y entonces, ¿Por cuánto me saldría una torcedura así? Pues ya hay un antecedente: en el País Vasco le han cobrado a un rescatado imprudente cerca de medio millón de pesetas. 2.417 € para ser exactos.
Teniendo en cuenta la opinión de mi amigo, mi edad y mi nivel de sobrepeso, así como el coste económico del que tenemos conocimiento, me acaban de recortar uno de los pocos deportes que me gustaban: hacer senderismo por la montaña. Presenta alguna dificultad definir el concepto de irresponsabilidad. Por ejemplo si se te cierra un semáforo y cruzas la calzada cuando ya está en rojo y un deportivo, de esos que salen disparados, te atropella, ¿tendrás que pagar los servicios del 112 antes de que te lleven a un Hospital?  Tal vez, te dejarán tirado allí esperando a que encuentres la VISA, mientras el médico espera con el terminal de las tarjetas en la mano.
Podrá uno decir que las cosas están muy difíciles y que la administración, para prestar los servicios que le son requeridos, debe ser muy exigente con quién los paga. ¿Cuánto de exigente? La respuesta la tenemos en el periódico Público: Aznar recibió clases de golf por importe de un millón y medio de pesetas. Estas clases se las regaló el Ayuntamiento de Madrid, propietario del Club de Campo.
Bueno, tampoco hay que ser tan tiquismiquis, al fin y al cabo fue el  presidente del gobierno de este país. No, resulta que en el Club de Campo, que pagan todos los madrileños con sus impuestos, hay una serie de tarjetas VIP que permiten a sus propietarios disfrutar de las instalaciones pagando 11,50 € por una cosa que al común de los mortales le cuesta 172 €. ¿Quienes tienen esas tarjetas? Pues todos los políticos, politiquillos y politicastros que viven en la villa y corte, sean del partido que sean, que los hay hasta algunos como la hija de una  vicesacretaria personal de Zapatero, por poner un ejemplo llamativo. También están incluidos empresarios y altos cargos de la Patronal, Cámara de Comercio y similares y, por supuesto, los más altos representantes de la Prensa escrita y de la otra para que estén contentos y no se metan mucho con el gobierno municipal. 
Lo sucedido con este club es muy relevante. Había sido el club de la gente rica de Madrid, dónde iban a jugar al golf, al tenis y a montar a caballo, mientras que un poco más allá los comunes mortales íbamos a bañarnos a la abarrotada piscina municipal. Pues bien, en tiempos recientes, el club pasó a ser propiedad compartida con el ayuntamiento y después propiedad totalmente pública. En definitiva, esta banda de liberales neoconservadores que quieren hacer desaparecer lo público y privatizarlo todo, “nacionalizaron” el elitista club y le dieron pases VIP a todos los ricos que antaño, en la época de Franco, costeaban el club con sus ingresos. Así que ahora los taxistas de Moratalaz, los jubilados de arganzuela, los parados de Tetuán de las Victorias y los funcionarios de Fuencarral, le pagan los gastos del club a estos próceres de la patria con sus impuestos.
Así que cuando pretendan justificar una aberración como  la de cobrar por los rescates en la montaña y lo hagan aplicando una lógica aplastante que pretende ser una razón objetiva, acordaos del Club de Campo de Madrid y de sus campos de golf.


P.D. Este vídeo lo grabé en el Parque Nacional de Ordesa en Huesca. Rescataron a un hombre de unos cincuenta años, con algo de sobrepeso, que se había torcido un pie en un sitio escarpado. Me produjo una emoción especial pensar que pasara lo que pasara vivías en una sociedad, en un país, que no te iba a dejar tirado y que disponía de poderosos medios y funcionarios muy cualificados, como los de la Guardia Civil, para ayudar a las personas cuando lo necesitaban.
Esta sociedad, este país que yo conocí, ya no es el mismo. Nos han recortado el orgullo, también.

miércoles, 17 de abril de 2013

Relato breve: Las puertas del cielo



Para María Larios

Salió de su casa, cerró la puerta, echó la llave y llamó al ascensor. Iba tan absorto en sus pensamientos que se dio la vuelta para comprobar que la puerta estaba bien cerrada. Era uno de sus típicos gestos de inseguridad. En el fondo sabía que era un despistado y que se le podía olvidar cualquier cosa. Al bajar las escaleras cedió el paso a la señora  del 2º-A que subía cargada con unas bolsas. Salió a la calle y se subió el cuello del chaquetón porque la mañana estaba fresca. No sabía caminar despacio, así que tomó la calle peatonal y se dispuso a recorrerla en unos pocos minutos. Quería desayunar pronto porque tenía cosas que hacer. En el camino vio setas en una tienda: eran unos níscalos extraordinarios.
- ¿De dónde los abran sacado? A mí no me lo van a decir, desde luego que no. Pensó al verlos.
Siguió andando hasta el café, entró y pidió lo de siempre. Desayunó con cierta parsimonia, sin prisas, mirando al fondo del local, sin nada que decir y nadie a quien hablar. Pagó y se fue. En la oficina de Correos también se demoró poco. Esperó su turno, entregó el sobre, pagó y se marchó. La mañana seguía fresca. Volvió hacia su casa haciendo el camino de vuelta con la misma premura con que había hecho el de ida. Al llegar decidió coger el coche. Bajó al sótano y salió sin una dirección fija.
Una especie de instinto lo llevó hacia las afueras de la ciudad, en dirección al campo. No había previsto nada pero condujo hasta llegar al río. Paró el coche, se bajó y tomó el camino que recorre la orilla. Sabía que lo peor de su nueva situación, marcada por la soledad, iban a ser los fines de semana y, efectivamente, así estaba siendo. El sábado lo quería dedicar a hacer gestiones, pero después de ir a Correos se quedó sin ganas de hacer más, así que, allí estaba, haciendo de nuevo el camino que discurre junto al bosque de galería que ha formado el río y por el que tantas veces habían paseado en otros tiempos.
Se dio cuenta de que también en invierno los alisos tienen un aspecto magnífico. Sus ramas sin hojas parecían un ejercicio de filigrana de orfebre en plata y el cielo, blanquecino por las nubes bajas, parecía un fondo insuperable para ofrecer contraste a las delicadas formas arbóreas. También comprobó que el aire fresco de la mañana era un regalo para caminar porque el ejercicio le hacía entrar en calor y el sol empezaba a aparecer de cuando en cuando entre las nubes bajas, que tenían más de niebla que de otra cosa de la que pudiera esperarse lluvia alguna. En el cielo se dibujó la silueta de un buitre y de unas piedras en la orilla del río un martín pescador saltó disparado como una flecha azul hacia el agua para coger al vuelo un pequeño pez que nadaba en la superficie fría del río buscando el calor exterior. Luego el sol fue abriendo, (lo que le confirmó que aquellas nubes eran más bien nieblas). La ciudad se le aparecía, allá lejos, como un escenario donde la vida ejecutaba sus crueles lances. Cuando llevaba casi una hora caminando vio un rincón propicio y se sentó un rato. Consiguió estar unos minutos sin pensar en nada. O eso creía él.
- Nada, nada, no pienso en nada. El agua pasa y el aguan no vuelve. Heráclito. He conseguido no pensar, relajación. ¡Qué agradable sensación! El sol allí arriba nos da vida a todos. A mí, a aquel buitre que pasó siguiendo el curso del río, a los alisos. No pienso en nada. Es magnífico estar aquí sin pensar en nada.
Así siguió pensando durante un rato, hasta que se dio cuenta de que lo estaba haciendo, (y además en exceso), y en ese mismo momento se puso en pie y siguió caminando. Llegó hasta el cruce con el camino de Villar de la Algarroba y decidió marchar hasta allí. Se le había hecho la hora de comer y sabía de un restaurante en ese pueblo que siempre le había gustado: una casa de comidas pequeña pero bien regentada, sencilla pero con calidad. Se sentó en una mesa junto a una ventana. El pueblo que se veía desde allí tenía un caserío que a él le parecía feo y desordenado pero detrás estaban los montes que se elevaban hasta el cerro de Santiago, una umbrosa masa vegetal de alcornoques que se remataba con algunas manchas de madroños, jaras y otros arbustos, hasta completar un bosque mediterráneo como a él le gustaba. Un bosque donde no hacía mucho había estado recolectando setas y por donde a veces se perdía en invierno por los senderos siguiendo el sonido de las gruyas en la niebla, cargado con la ligera impedimenta de unos buenos prismáticos de campo. Acordándose de estas cosas trascurrió un rato, lo suficiente para que le trajeran el primer plato y media botella de vino que había pedido: la única media botella que tenían en la carta. Cuando el camarero la hubo abierto se arrepintió de no haber pedido su rioja favorito. Sólo por el hecho de no desaprovechar parte de la botella, se había tenido que conformar con lo que había. Pero el plato de carne a la brasa que regó con aquel tinto le sentó tan bien que se olvidó de sus problemas con la carta de vinos no aptas para clientes solitarios como él. Se demoró un poco en pedir el café, con el que pensaba terminar la comida, por tener algo más de tiempo para descansar. Al final pagó su cuenta y salió para volver a tomar el camino, ahora de vuelta. 
Por la tarde estaba cansado, de manera que puso algo de música, (muy bajito), y se dedicó a estudiar un poco. Mejor dicho, más que a estudiar, a leer alguna cosa de las que tenía entre manos relacionada con sus estudios de biología. Nada serio. Luego se hizo una cena ligera y después se puso una película. De pronto se despertó y se percató de que se había quedado dormido en el sofá viendo la película. Recogió un poco y se fue a la cama.
El domingo amaneció sin niebla y el sol entraba alegre por la enorme ventana de su dormitorio. Cuando se hubo aseado, bajó a la calle a comprar churros para desayunar y el periódico. Siempre compraba ambas cosas los domingos. Volvió con su escueta compra y se dispuso a calentarse un poco de leche mientras hacía un café. Desayunó y pasó al salón para leer el periódico. Al cabo de un buen rato sonó el teléfono y salió deprisa a cogerlo, no fuera a ser que llamara su hija y no le diera tiempo a descolgar. Y, en efecto, era ella. Quedaron a las doce en punto. Él se pasaría a recogerla con el coche.
Tiró el periódico y se puso a preparar la casa. Recogió bien el salón, limpió la mesa, pasó la aspiradora, incluso le pasó un paño a los cristales de las ventanas. Después se fue a la cocina y preparó la base para una paella. Hizo un buen sofrito con ajos, pimiento verde y un tomate. Luego añadió un calamar troceado que había limpiado el día anterior, cuando lo trajo de la pescadería. Peló las  gambas que había comprado y fue echando las cáscaras en un cazo y las colas peladas en un pequeño bol que tapó con unas hojas de lechuga, (para que no se secaran), y que metió en el frigorífico. Llenó el cazo de las cáscaras con agua del grifo que tiró y lo volvió a llenar, poniéndolo después a cocer con un poco de sal en uno de los fuegos de la cocina de gas. Porque él sólo cocinaba con gas. ¿Quién puede hacer una buena paella en una cocina vitro-cerámica? En otro cazo coció unas pocas chirlas. Luego les fue quitando las cáscaras, guardando los pequeños moluscos en otro bol. Midió el caldo de las gambas y el de las chirlas y añadió una pizca de agua hasta llegar al medio litro justo que necesitaba para hacer la paella. Acabado el proceso, metió todo en el frigorífico junto a un paquete de la pescadería que contenía unas buenas cigalas y unos tacos de atún, con los que pensaba completarla. Sacó un limón y el sobre de azafrán para que no se le olvidara nada y dio por terminado el preparativo. Puso la mesa con la vajilla nueva, la cristalería de los días de fiesta, servilletas de tela y su mejor cubertería.
Ya más relajado, fue a buscar una película para verla después de comer. Eso sí que era difícil. Podía poner una de “las de toda la vida”, había varias que sabía que no podían fallar, pero pensó que con una muchacha de quince podía fallar todo. Podía ser que se molestara porque siguiera tratándola como una niña poniéndole las películas de siempre y decidió que tal vez sería mejor que bajara al video-club y buscara una película moderna con actores famosos, de esos que salen en las revistillas un día sí y otro también. El problema estaba en que no tenía ni idea de cuáles le podrían gustar. Preguntó al dependiente, quien no le ayudó mucho, y finalmente optó por una que no era ni una cosa ni otra, una comedia romántica inglesa que pensó que podría funcionar.
Se fue al dormitorio y se dispuso a prepararse la ropa para salir a buscarla. Su camisa más nueva, un pantalón adecuado y un jersey a tono con el conjunto. En lugar del chaquetón que siempre llevaba y que le protegía de la lluvia, del viento y del frío, se puso una chaqueta de paño y un fular.
Antes de ir a buscarla se pasó por la mejor pastelería de la ciudad y compró dos pasteles pequeños, porque si su hija veía una bandeja llena de pasteles ni los probaba, pues pensaría que se podía poner como una vaca de gorda, según sus propias palabras: una expresión muy típica de una adolescente como ella. Había que tener mucho cuidado porque cualquier cosa podía hacer que la situación pasara de una animada comida casera con sobremesa a un infierno de reproches en el que podían terminar enfadados. 
Llegó al destino y paró el coche. No quería llamar al timbre para evitar mantener una conversación inútil e intrascendente o, lo que es peor, un intercambio de quejas a cuento de cualquier motivo fortuito. Así que se quedó allí sentado y encendió la radio. En la emisora estaba sonando la canción de Bob Dylan y oía el incesante estribillo: Knock, Knock, Knocking on heaven’s door.
Miraba hacia el portal de su casa pero no se había dado cuenta de que ella ya había salido antes de llegar él y se había acercado al contenedor para reciclar los papeles que le había dado su madre. Así que cuando vino por detrás del coche y abrió la puerta del acompañante él se giró. Sorprendido, por un instante pensó: se han abierto las puertas del cielo. Pero sólo le dijo: Vamos a hacer una paella que te vas a chupar los dedos.

martes, 9 de abril de 2013

49 Bye-byes *



Dicen que la “dama de hierro” tuvo luces y sombras. Cierto: luces para los ricos y sombras para los demás.

 ¡Qué quiten ya esa petarda de las portadas!

Se ha muerto la que alguna vez fue la mujer más guapa de España, la luz de los años más tristes

Se ha muerto el que alguna vez fue el hombre más lúcido de este país, la luz de los años más innobles.

¡Que orfandad!

* Este era el título de una canción de Crosby, Stills & Nash.  

La tajada en la cazuela de Muñoz Molina



En primer lugar tengo que decir que es para mí un honor que alguien, aunque sea anónimo, deje un comentario en este blog. Es la mayor alegría que puedo recibir de éste porque es la única forma de sentir que hay alguien ahí que lo lee, aunque no le guste lo que decimos. Tal vez por eso no quise responder, al poco de leerlo, al comentario que alguien dejó en la entrada del 14 de marzo en la que reseñaba el último libro de Antonio Muñoz Molina. He manifestado aquí mi admiración por el escritor muchas veces, pero no es por eso por lo que disentí profundamente del anónimo comentario.

La razón de mi disconformidad reside, en primer lugar, en mi aversión a los lugares comunes. Esos “pensamientos” que no son pensados, que se toman de las conversaciones triviales y con los que algunos amueblan su cabeza. Frases hechas que se aceptan con poco sentido crítico, sin entrar a analizarlas, sólo porque en un momento dado de una conversación banal alguien la dijo y nos cayó bien. Como cuando Sancho Panza repite refranes en el Quijote, la mayoría de los cuales, no vienen siquiera a cuento. En muchas ocasiones son comentarios frívolos, como cuando se dice: “dónde esté el verano que se quiten las demás estaciones”. No sé por qué uno no puede ser feliz en otoño, o en el frío invierno, viendo nevar al calor de una lumbre, por ejemplo. O ese otro que dice: “a mí me gusta el vino sin química”. Pero si el vino es un producto químico elaborado por la fermentación del mosto de uva, ¿cómo va a existir un vino sin química? Lo que existen son vinos buenos y vinos malos, como esos que se fabrican artesanalmente sin los cuidados enológicos adecuados y que se conocen como “vinos sin química”. A mí me gusta el vino con química.

En segundo lugar, olvidándonos por un momento del vino y volviendo al tema que nos ocupa, me molestó del comentario su contenido, su idea principal, esa de que uno no puede ser crítico de un sistema del que se beneficia. ¿En qué se basa tal cosa?

Pero antes de seguir leamos el comentario que nos dejó nuestro anónimo amigo:

Muñoz Molina celebraba la fiesta como el que más, pues no en vano se lucró del bienestar generalizado que la abundancia generó. Él su tajada no la perdonó, no, no la dejó en la cazuela a beneficio común. Pero ahora viene a dárselas de listo con ese "Ya lo decía yo" exculpatorio que es como un insulto a todos menos a sí mismo y a su señora (grandes intelectuales ambos)..., con el que lo único que trata es de seguir en el candelabro (uy, perdón, candelero) para sacar tajada otra vez. "A río revuelto, ganancia de pescadores". Clink. Caja.

Tengo que reconocer que el texto me gustó como estaba redactado. Esa metáfora de la tajada en la cazuela me parece expresiva y el chiste de seguir en el candelabro, por seguir en el candelero, no es de los que se escuchan continuamente. No así el juicio que se trasluce del comentario. Ese “pensamiento” que se resume en que no se puede criticar el sistema en el que se vive es muy antiguo. Yo lo conocí en el franquismo. Sí, ya sé que eso es la prehistoria, pero es que uno ya es mayor. Más concretamente fue una especulación que se extendió ampliamente en los años finales de la dictadura. Los franquistas, acostumbrados como estaban a vivir sin crítica, (porque Franco gustaba de fusilar a los críticos), no entendieron a partir de los años sesenta, que pudiera haber detractores de la ortodoxia fascista del régimen, ni aún en sus propias filas.  En los años setenta, cuando yo las escuché, esas críticas se hicieron generales en una situación que, como es sabido, condujo a la transición política y a esta democracia política (que no económica) que disfrutamos ahora. Pero algunos franquistas recalcitrantes siguieron cuestionando la posibilidad de que la crítica al régimen fuera siquiera posible. Al fin y al cabo es propio de todos los regímenes dictatoriales el hecho de que no se admita ningún ataque a la verdad oficial. También en el estalinismo, en la China de Mao y en la Cuba de Fidel cualquier reproche al sistema estaba mal visto. Eso es parte del fascismo y de las dictaduras.

No quiero decir con esto que nuestro ácido comentarista lo sea. Basta con que uno se haya criado en una familia de aquel régimen para que lleve muchos años escuchando acríticamente esos comentarios y los asuma como una verdad caída del cielo.

Pero tanto o más que el trasfondo político del asunto existe un trasfondo social que es aún más importante. Hay hijos de buenas familias que están acostumbrados a que cualquier situación que suponga un cierto privilegio social les corresponde por la gracia de Dios. Entre estos privilegios se cuenta el de ir a la universidad, el de escribir libros, dar conferencias, ser famoso y adoptar una postura contraria al gobierno. Por ejemplo, Sánchez Dragó puede ser crítico con lo que quiera: incluso defender posturas que están tipificadas en el código penal, como la pederastia. Sin embargo Muñoz Molina, un hombre que es hijo de agricultores, con abuelos republicanos y militancia de izquierdas, lo que tiene que hacer es estar calladito y dar gracias al cielo de que tiene lo que tiene… 
Y regalar los emolumentos que recibe dando clases en una universidad americana a Caritas, como le pide nuestro anónimo comentarista.