Una vieja fue a
los baños y tuvo para contar cien años. Eso me pasa a mi cada vez que hago un
viaje al extranjero porque encuentro muchas cosas que me llaman la atención.
Habíamos tomado
un bote de los que recorren el río Spree para los turistas porque se había
presentado el día lluvioso. Estábamos instalándonos en nuestros asientos cuando
apareció él bajando la escalera de entrada y hablando con la mujer que oficiaba
de guía turística. Hablaban en alemán y español y me di cuenta de que a
nosotros la mujer sólo nos había hablado en inglés. En ese momento no me
percaté pero luego pensé que eso era coherente porque el hombre era mi antagonista.
Se habla a veces de almas gemelas, de amantes o amigos que parecen espiritualmente
mellizos, porque sienten lo mismo, piensan de la misma forma. No sé, recuerdo
haber conocido a personas con las que he congeniado muy bien, pero no hasta el
punto de sentirlas como almas gemelas. Con la gente coincido en porcentajes muy
pequeños. Tengo amigos con los que coincido, digamos, en un 15%. Es decir, que
su forma de pensar, su forma de sentir, sus valores, sus ideales, coinciden con
los míos en ese porcentaje. Con el resto de la gente mi porcentaje de coincidencia
es aún menor. La verdad es que soy algo raro, es cierto, pero me parece a mí
que eso nos pasa un poco a todos. ¿O no?
Si es difícil
encontrar gente con la que coincides, es también difícil lo contrario: conocer
a alguien que es tu reverso, que no se parece a ti en nada. Eso es lo que me
pasó con este tipo, mi antagonista. En un principio nada hacía pensar que
estuviera ante una figura tan controvertible. Al contrario, era un hombre de
clase media, pero de la clase media de un país más pobre que aquel dónde
estábamos. Una clase media que allí no podía pagarse muchas de las cosas que se
paga sin apuros cualquier trabajador berlinés. Yo me sentía igual, de modo que
la coincidencia entre nosotros parecía grande. “Soy argentino”, me dijo. Su
acento le delataba, pero sólo si estabas atento. Hablaba muy despacio,
exageradamente lento, por lo que apenas traslucía un acento claramente porteño.
Esa lentitud, además, le permitía pensar las palabras para utilizar términos
corrientes en el castellano de España, evitando esas palabras tan sonoras y
originales que usan los argentinos. Pero la propia lentitud al expresarse ponía
en evidencia que no era español. Le faltaba la expresividad a bote pronto, la
sinceridad en las emociones, la simpatía propia de los latinos.
“Soy médico”, me
dijo, trasluciendo una cierta tristeza, “pero mi afición es construir barquitos
dentro de una botella”. Aquel tipo había venido de Argentina, haciendo un
esfuerzo económico que el mismo definió como muy gravoso, (pues según decía, el
cambio del peso por el euro era muy desfavorable); había cruzado el océano y
estaba allí porque había venido a un congreso de constructores de barcos en
botellas que se había celebrado en no sé qué ciudad del norte de Alemania
limítrofe con Holanda, porque eso era lo que de verdad le gustaba hacer en la
vida. Dios le había dado una vida y él lo que de verdad quería hacer con ella
era construir barquitos dentro de una botella.
Siempre me he
preguntado para qué sirve tratar de superar un reto tan estúpido. Me gustan los
retos, eso es verdad, pero el reto de meter un barco en una botella en la que
no cabe o mejor dicho de construir un barco dentro de una botella, (pues así me
figuro que lo harán), me parece una pérdida de tiempo inmensa. Me imagino que
lo montarán, por ejemplo, levantando los palos tirando desde fuera de la
botella con un hilito para conseguir que el palo se yerga y desplegar después las
velas de forma parecida. Luego habrá que soltar el hilito auxiliar que habíamos
colocado y en cualquier momento de la faena se puede venir todo abajo y
estropearte el trabajo de muchas horas. Yo para eso no sirvo. Seguramente mis
lamentos, blasfemias, exabruptos y quejas se oirían en todo el vecindario si se
me viniera abajo el dichoso barquito después de horas manipulándolo con tanta
dificultad. ¡Construir barquitos en una botella! ¡solo tenemos una vida y la
gasta en eso! No lo puedo comprender. Yo soy ingeniero y trabajo de funcionario,
estoy licenciado en musicología y estudio filosofía, y todavía no sé lo que
quiero ser de mayor, aunque no me falta mucho para cumplir los sesenta años. También
me gusta la fotografía, la música, el arte en general, la literatura, la
ornitología, soy micólogo aficionado, me gusta cocinar, viajar, subir montañas
y recorrer bosques caminando o en bicicleta, me gustan muchas aplicaciones
informáticas que me parecen interesantes, navegar por la red, me gusta el vino
y la charla entre amigos… ¡Este tipo ha dejado a sus amigos, a su mujer y a su
familia en Buenos Aires y se ha venido hasta el norte de Alemania para asistir
a un congreso de gente que construye barquitos en una botella! ¿Cómo se llama
ese arte?
Es una forma de
ser. El tipo era un perfeccionista, yo soy “un chapuzas”. Hablando sobre los
idiomas me dijo que había aprendido alemán de pequeño, en el colegio. Le hago
una comparación entre el alemán y el inglés y me contesta que él no sabe
inglés. En mi país nadie aprende alemán sin saber antes inglés. Supongo que
será uno de esos argentinos de origen judío, de judíos emigrados de Alemania en
los años treinta o antes. Los judíos ricos emigraban a Nueva York y los pobres
a Buenos Aires. Le obligarían a aprender alemán porque la abuela apenas hablaba
español, o algo así. El que sea judío no me produce ningún antagonismo. Los españoles
llevamos todos sangre sefardita y yo no debo de ser una excepción, sino al
contrario. El caso es que él aprendió el alemán correctamente: me dijo que la
guía le había dicho que lo pronunciaba muy bien. Claro, es un
perfeccionista. Yo le dije que hablaba inglés como lo hablamos la mayoría de
los españoles, (o sea mal), que hablaba un poco de alemán, que había perdido el
tiempo yendo a la Escuela Oficial de Idiomas para aprender rudimentos de ese
idioma, que hablaba un poquito francés que aprendí en unas vacaciones escolares,
que este año había estudiado griego clásico y no le dije que entendía bastante
el portugués, el gallego y un poquito el catalán, porque sabía lo que iba a
pensar: que era estúpido aprender tantos idiomas para no hablar bien ninguno.
A estas alturas
creo que es fácil reconocer que el tipo y yo éramos completamente antagónicos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario