Por alguna razón que habrá que
determinar algún día, nuestra sociedad es presa de un error de concepto enorme:
la confusión entre fines y medios. Uno se compra un aparatito de estos que todo
el mundo anhela, por ejemplo un teléfono de última generación, y alucina con lo
que se puede hacer con él, aunque no tenga necesidad de hacer nada, tal vez
hablar de cuando en cuando, y ya es mucho decir, porque siempre puedes
esperarte a llegar a casa y llamar con el fijo, que todavía es más barato. No
estoy diciendo que estos aparatos no sean magníficos y que no hagan cosas
maravillosas, lo que digo es que confundimos los medios con los fines. Antes de
caer en esta confusión, uno sentía una necesidad y los científicos y técnicos
trabajaban para solucionarla. Ahora todo ha cambiado: los genios del marketing,
los vendedores, ponen a trabajar a los ingenieros para que hagan aparatos que
ellos saben que se pueden vender muy bien y, cuando están hechos, se dedican a
venderlos, quiero decir a promocionarlos y a convencernos de que ese aparato lo
necesitamos más que el comer. Antes, cuando uno quería algo, iba a una tienda y
preguntaba: tiene usted tal cosa. Hoy día son ellos, los vendedores, los que te
llaman a casa y te ofrecen una propuesta que no puedes rechazar. No puedes porque
no te dejan. El otro día tuve que colgar el teléfono con malas maneras a un
vendedor que me exigía que aceptara un descuento del 10% en mi actual tarifa
telefónica, descuento que requería a cambio mi fidelidad inquebrantable por, al
menos, un año. “Pero si lleva usted diez años con nosotros”. Pues sí, pero no
sé lo que haré mañana, máxime cuando he visto que la competencia ha colocado un
cable de fibra óptica que llega hasta la puerta de mi casa. Claro que, no sé si
la contratación de este nuevo sistema
será obligatoria: hasta ahora nadie me ha pedido permiso para poner una caja
enorme justo en la puerta de mi casa, pero la han puesto. Volvamos al tema y no
nos vayamos por las ramas: confundimos los fines con los medios. De tal manera
que el máximo medio para conseguir cosas, que es el dinero, se ha convertido en
un fin. El dinero es un medio alucinante porque te abre todas las puertas, pero
no nos confundamos, no es un fin. ¿En una isla desierta con qué nos quedaríamos
en un naufragio, con una caja de zapatos llena de billetes de 500 € o con una
caja de zapatos llena de buenos libros? Yo no tengo duda.
Hace tiempo escuché una
conversación que me hizo pensar. Desayunaban a mi lado varios conocidos empresarios
de mi localidad. Era un día de primeros de enero por la conversación que tenían,
pues hablaban de las dificultades que se les presentaban para encontrar regalos
de Reyes para sus hijos. Finalmente uno de ellos saltó: “Yo ya lo tengo
resuelto. He visto un regalo que me ha encantado, creo que voy a acertar sin
duda alguna”. A las preguntas de sus compañeros contestó el susodicho: “He
visto una colección de monedas, de antiguas pesetas, que vienen en un estuche
muy bien presentadas. Es un regalo precioso”. Los demás asintieron, mientras le
miraban con envidia: “Qué demonios, Javier sí que sabe hacer regalos”. Ellos
tenían claro que lo más hermoso que había en el mundo era el dinero y regalar
dinero tenía que ser una preciosidad. No era que les diera dinero a sus hijos
para que se lo gastaran en lo que quisieran, no: el propio regalo consistía en
dinero, era un regalo para coleccionistas, para tenerlo en casa y mirarlo de
cuando en cuando, contemplando la cosa más bella que existe en el mundo.
¿Pensarían igual sus hijos? Seguramente no porque eran aún pequeños pero no
tardarían mucho tiempo en reconocer el valor de lo que para su padre era la
cosa más hermosa del mundo.
Pues bien. Con el tiempo estos
señores, (o algunos otros que comparten su “pensamiento” con ellos), han
llegado al poder en España y se han
puesto (manos a la obra) a hacer leyes para cambiar este país y convertirlo en
un país productivo. Han sacado una ley de educación que promueve el
utilitarismo más zafio y han confundido la velocidad con el tocino entreverado.
Si no, léase este párrafo que según José Luis Pardo (en El País) aparece en la LOMCE, la ley
de mala educación que ha parido el Sr. Wert. El párrafo en cuestión habla de
los fines de la disciplina de filosofía. Según este avispado legislador la
filosofía sirve para: “conocer el modo de preguntar radical y mayéutico de la
metafísica para diseñar una idea empresarial y/o un plan de empresa utilizando
habilidades metafísicas y gnoseológicas para conocer y comprender la empresa
como un todo, facilitando los procesos de cuestionamiento y definición clara de
las preguntas radicales y las respuestas a las mismas, como ¿qué somos?, ¿qué
hacemos?, ¿por qué?, ¿para qué sirve esta empresa?, ¿cuál es nuestra misión?,
¿cuál es su sentido, su razón de ser?”. Una transformación asombrosa desde la
metafísica hasta la dirección y administración de empresas que el pobre autor
del magnífico artículo comenta: “algo que resulta imposible haber escrito de no
haber perdido por completo y en un solo acto el sentido común y el sentido del
ridículo”.
Dice José Luis Pardo a continuación: “Este es un régimen de vida que produce mucha más basura que ningún otro conocido, que se llena por todas partes de desechos, ruinas, desperdicios (esos mismos instantes dispersos que nacen ya obsoletos, que caducan en el mismo momento en el que nace el instante siguiente), harapos de humanidad ocultos en las montañas de porquería de los vertederos. El escritor o el pintor de la vida moderna es, en el retrato que [Walter] Benjamin hace de Baudelaire, el que convierte en una profesión el rebuscar entre la basura hasta encontrar esos residuos de sensibilidad —y de entendimiento— que la sociedad ha ido desechando precisamente para funcionar mejor, para profundizar en el modo empobrecido de vivir en medio de la opulencia tecnológica”.
Dice José Luis Pardo a continuación: “Este es un régimen de vida que produce mucha más basura que ningún otro conocido, que se llena por todas partes de desechos, ruinas, desperdicios (esos mismos instantes dispersos que nacen ya obsoletos, que caducan en el mismo momento en el que nace el instante siguiente), harapos de humanidad ocultos en las montañas de porquería de los vertederos. El escritor o el pintor de la vida moderna es, en el retrato que [Walter] Benjamin hace de Baudelaire, el que convierte en una profesión el rebuscar entre la basura hasta encontrar esos residuos de sensibilidad —y de entendimiento— que la sociedad ha ido desechando precisamente para funcionar mejor, para profundizar en el modo empobrecido de vivir en medio de la opulencia tecnológica”.
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