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lunes, 1 de agosto de 2022

Decíamos ayer

 


 
Escribir en dos blogs, uno de música y otro de “todas las cosas” sobre las que se puede hablar, es una tarea que lleva tiempo que hay que detraer de otras obligaciones. Por eso en ocasiones se abandonan y pasan cinco años sin que publique nada en ellos. Llevaba tiempo con problemas para seguir publicando los blogs y atender a mis asuntos, pero la gota que colmó el vaso ocurrió el 1 de octubre de 2017.

   El día después del referéndum convocado por los partidarios de la independencia de Cataluña dejé de publicar. Ese día abandoné la escritura en este blog. La causa de tal decisión no fue política, ni ideológica, ni respondía a ninguna táctica calculada, simplemente fue por razones personales. En mi familia tenemos personas que viven o han nacido en Cataluña, mientras que el resto tiene sus raíces y vive su vida en otros sitios de España.

   Jamás me ha creado ningún tipo de problema la convivencia con catalanes y desde que viajo con cierta frecuencia a Barcelona, cada vez tengo más la sensación de estar allí como en mi casa. He de decir que yo no tengo raíces: no tengo sentimiento de pertenecer a ninguna comunidad. De hecho, me siento más a gusto con una persona de la República Checa, por ejemplo, que comparta conmigo sus gustos y preferencias, que con las personas que viven en la puerta de al lado de mi casa, que son españoles, y con los que no comparto casi nada, (salvo algunas cosas en que puede que coincidamos, claro está).

   Mi opinión es que los nacionalismos están sobrevalorados. En todos los casos. Es verdad que parece que la vida de las personas en lo económico, lo político y social está determinada por la pertenencia a un Estado determinado, pero en realidad, está más relacionada con la clase a la que perteneces y a las relaciones de poder interclasistas que a otra cosa. Esta visión pertenece a una vieja tradición marxista. Ya Karl Marx lo decía así, con Friedrich Engels en El manifiesto comunista: proletarios de todos los países, uníos. Para ellos, los problemas de la sociedad eran problemas de lucha de clases, nunca propusieron que la solución fuera separarse de un país, anexionarse una nación, o maniobra política alguna tendente a reformar la configuración nacional del mundo. Lo que proponían era que los proletarios se unieran en todo el mundo para luchar contra sus enemigos.

   No se trata de que los catalanes tengan privilegios económicos o que el resto de España les robe a los catalanes. Nuestra vida está muy limitada económicamente porque la banca, las empresas monopolistas o los oligopolios se hacen ricos a nuestra costa y nos engañan con la “matraca” de las leyes del mercado, que hace mucho tiempo dejaron de funcionar en la gran economía (que podríamos llamar mejor la econo-suya). Para estas corporaciones multinacionales que controlan el mundo y nuestras vidas, todo esto de los nacionalismos es una maniobra más para ocultar la verdad de nuestro sometimiento a su infinita ambición, es parte de la “ideología”, entendida como el conjunto de usos y costumbres sociales destinados a ocultar la explotación a que nos están sometiendo.

   Pero en este país, la lucha nacionalista, (ya sea catalana, ya sea española, o de otras nacionalidades y regiones), se ha convertido en el arma de distracción preferido de cualquiera de las derechas. Y, como quiera que el nacionalismo es algo más relativo a los sentimientos que a las razones, la defensa de las posiciones son tan radicales que hacen olvidar a los contendientes las más elementales normas de la lógica, la ética o la política. Estos nacionalismos están por encima de conceptos como la democracia, la justicia, la convivencia o el más elemental sentido común.

   En estas condiciones, personas con las que tengo una importante relación personal pudieran malinterpretar mis comentarios y, más allá de la crítica, podrían verse empujados a considerar intolerables mis posiciones. Porque en este país, las ideas no se debaten, simplemente se abaten, se apalean, se pisotean y se machacan, cuando está por medio una bandera determinada. Por eso España está llena de banderas constitucionales, de senyeras y esteladas, de ikurriñas y demás trapos simbólicos, a ser posible, de tamaños descomunales para imponerse sobre las demás.


TEOREMA DE LA BANDERA: El tamaño de una bandera, (sea cual sea ésta), es directamente proporcional al nivel de corrupción de los políticos que la han colocado. .

 

 

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