Antes
de nacer yo, mi madre tuvo una hija en una clínica de Madrid.
Mi
padre era un maestro republicano represaliado que fue expulsado del Magisterio
Nacional por haber permanecido fiel al gobierno legítimo de la República Española,
(aunque él sólo había militado a favor de la cultura y la educación). Pasó años
entre el campo de concentración francés, la cárcel, los trabajos forzados en
Guadarrama y la mili que le obligaron a hacer después de haber padecido tres
años de guerra. Conociendo sus circunstancias, un grupo de monjitas le
contrataron como maestro para educar a
niños pobres del barrio de Tetuán de las Victorias: cobraba menos que
otros maestros con mayores posibilidades. La misión de estos colegios era la de
educar a los hijos de los rojos, aquellos niños que habían nacido en una
familia de obreros y cuyos padres mayoritariamente habían sido no sólo republicanos, sino que incluso habían estado afiliados a sindicatos de clase y
a partidos revolucionarios. Estas monjitas inculcaban en los niños el amor a la
Virgen María y la aceptación del mensaje cristiano que, para los miembros de
las clases inferiores, se resumía en resignarse a sufrir las penalidades a que
se verían condenados en este valle de lágrimas que el proletariado derrotado
tenía que sufrir bajo la bota de Franco.
Cuando
mi madre iba a dar a luz, estas militantes monjitas le buscaron una clínica en
la que podría hacerlo en las mejores condiciones. Una clínica pequeña,
regentada por otras monjitas que se encargaban de cuidar enfermos. A principios
de los años cincuenta el robo sistemático de niños, que se produjo durante todo
el franquismo, tenía todavía un fundamento fuertemente ideológico: quitarle la
prole a los rojos para dársela a los buenos católicos que tenían la mala suerte
de ser estériles y corregir así la voluntad divina para mayor gloria del régimen
franquista.
Unas
horas después de nacer mi hermana, se presentó una de aquellas monjitas para
decirle a mi madre que su hija había muerto. Nunca la volvió a ver. La niña
había nacido sana y no aparentaba sufrir ningún problema de salud. Mi padre,
que sabía lo que había pasado, tuvo que callarse y salir de la clínica con la
cabeza gacha, llevando del brazo a mi madre con la ayuda de su hermana quien, antes de morir recientemente, me contó la triste escena y la certeza que tenían
todos de que la niña había sido robada.
Así
que, si sobrevive, existe por ahí una mujer a punto de cumplir sesenta años que
es mi hermana. Seguramente una mujer de buena familia, católica y conservadora,
que se escandaliza en su casa del barrio de Salamanca de ver a los jóvenes
desesperados manifestarse contra el gobierno del P.P., que no sabe que su padre
era un rojo republicano y su madre una mujer humilde que se vino a Madrid
procedente de una aldea gallega y que se ganaba la vida cocinando para familias
ricas de aquel régimen.
1 comentario:
Impresionante la historia.........
Publicar un comentario