Todos los años por el solsticio de verano nos gusta pasar
una semana de vacaciones en las inmensas playas que rodean Doñana antes de
que la gran migración estacional de los veraneantes llene estos parajes de
ruido y alborotos que son muy ajenos a la tranquilidad de la que nos gusta
disfrutar.
Caminar por playas solitarias durante horas sin encontrar a
nadie o a unos pocos caminantes que como nosotros recorren largas distancias
cuando la marea está baja y la playa se convierte en una amplia autopista natural
por dónde los únicos vehículos que circulan son los de los mariscadores de las
coquinas que disponen de autorización oficial para su laboreo. Caminar por los
caminos del preparque, subir la cuesta Maneli que atraviesa la gran duna de más
de treinta metros de altura que discurre paralela a la línea del mar y que
tiene un camino de tablas para no pisar la arena por el que se puede observar
toda la vegetación del coto sin deteriorarla y que es una de las pocas
elevaciones que permite divisar el bosque de pinos piñoneros que lo forma.
También circular en bicicleta por el carril asfaltado que va del camping hasta
Mazagón o el que va hasta Matalascañas en tierra. Circular en bici con la marea
baja por la autopista playera que queda al descubierto cuando las aguas
descienden. Recorrer sin descanso estos parajes, hacer fotos y tomar el sol sin
la aburrida persistencia que supone estar tumbado en la arena. Escuchar la
música minimalista del mar con su ritmo permanente y monótono, pero sugestivo,
que nos transmite historias ancestrales casi olvidadas por el hombre
civilizado. Comprar pescado para hacerlo al carbón o tomarlo en los sitios de
la zona conocidos por su buen hacer. Hacer arroz con chocos fresquísimos de allí.
Cocer cigalas o gambas blancas que se pelan con gran facilidad y de las que
queda un rastro de cáscaras transparentes, como de cristal. Asar en el carbón
doradas salvajes, bien “greladas” al estilo portugués. Sólo cuando venimos aquí
tomamos el pescado frito en esos sitios de confianza, pues en casa no lo hacemos
así nunca. Ver pasar el vuelo rasante del chotacabras antes de que todo se
vuelva oscuro. Esperar a ver salir la luna entre los pinos y las altas adelfas
que ilumina el pinar. Dormir sin despertador y con generosidad.
Hasta que un día, llega el fin de semana y las voces y los
alborotos de los vecinos nos dicen que es hora de volver a casa.
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