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miércoles, 21 de marzo de 2012

Textos cómplices: Un día en casa de la ABUELA. Isabel Gamero


Un nuevo relato de Isabel Gamero. En esta ocasión se trata de un relato de terror. Un thriller con un ritmo implacable, de esos que conducen sin demora hacia un final terrible. Para echarse a temblar. 

(Narración recomendada para menores de 18 años)

No hay nada más terrorífico para un adolescente que pasar todo un día en casa de su abuela. Esa mujer tan adorable para los niños, sufre una increíble metamorfosis cuando sus nietos llegan a la edad del pavo y es muy importante estar preparado para ello.
Yo he tenido la experiencia de pasar todo un verano en casa de la mía y puedo asegurar que no es tan malo como dicen, no. ¡Es peor! (Si usted es adolescente o niño sensible, no siga leyendo). Hoy desperté con el sonido de la radio de mi abuela. ¡Aquello era terrible! Solo de recordar la musiquita de Radiolé se me ponen los pelos de punta (que no veáis la cresta más chula que me ha quedado).

Voy al baño y, ¿qué veo? ¡Un vaso de agua con unos dientes dentro! Intento salir de la casa, pero ella es mucho más inteligente que yo y la ha cerrado. Estoy atrapada. Pero no debo sucumbir ante el horror. .. ¡¡Socorro!! Voy a la cocina. No la veo por ningún lado. Pero tengo que estar calmada: ellas huelen el miedo. Tened en cuenta que las madres lo saben todo, y ellas son madres al cuadrado. De pronto me giro, y la veo. “¡Aaaah!” Una criatura a contraluz se acerca. Tiene los pelos de punta, y un bastón en la mano. Se acerca. ¡Es ella! ¡Se acerca aún más! ¡No lleva dientes! ¡Ha cogido la batidora! ¡Nooo! ¡Puré para comer no! Salgo de allí y me encierro en el baño. “Tendré que ducharme”, pienso. “Esto no puede ser bueno para la salud”. Me visto. ¡Me ha cosido los rotos de mis vaqueros! “Tranquila, Isa, no pierdas los nervios”. Salgo. Voy al salón. Voy pegada a la pared para no pisar el suelo recién fregado. Eso es algo que nunca, nunca, nunca se debe hacer.


Miro el balcón. Mi… ¡Mi ropa! ¡Ha ahorcado a mi ropa interior! ¡Y delante de todos los vecinos y transeúntes de la calle para que la vean! Pero no hay tiempo para lamentarse por aquellos que han probado de su llamada “limpieza higiénica”. Un escalofrío recorre mi espalda. Es la hora de comer. No me puedo enfrentar a ella, pues ella tiene una escoba con la que me pegará si no dejo el plato impoluto.

 ¡Por fin se va a echar la siesta! ¡A saber si más bien no se va a maquinar alguno de sus planes maléficos contra mí! Tengo dos horas para pensar otro plan que contra-ataque los suyos. Esto es terrible. ¡Me está haciendo pensar! Miro por una ventana. Hay niños con sus abuelas. ¡Pobres ingenuos! No saben lo que les deparará el futuro. Intento escapar, mas las ventanas tienen barrotes. ¿Contra los ladrones? Ja, ja, ja, ja. No… ¡Para que no pueda huir yo! El tiempo pasa volando.  ¡Se ha despertado! “¡Oh-oh!” Convención de brujas en el salón. Lo sabía están todas: la loca de los gatos, la “parchuda”, la “agarra-mofletes de niños”…  Simplemente, echo a correr cual gallina en un corral. Una está saliendo del baño y me la encuentro. Vale, “mantén la calma”. Me escupe en la cara y me pide que le suba los calcetines. “¡¡Ayudaaa!!”. M encierro en una habitación. Veo algo en la estantería. Por fin algo que me puede ayudar: ¡La Biblia! Empiezo a rezar y compruebo que Dios es misericordioso, pues me envía una señal. Es el claxon de mi madre. ¡Nunca me había alegrado tanto de verla! Pero, atención, lleva una maleta. “¿Qué? No, mamá, ¡no!” ¡Tengo que quedarme a dormir allí! Son unos momentos muy duros para mí. “¡No te vayas, mamá!”, la suplico entre lágrimas.
“Se ha ido”… La cena está lista. Hay judías verdes. Este va a ser mi fin, ya lo veo venir. Las como de una en una. Al menos ellas no tienen que soportar aquello. No tengo pijama, pues sigue colgado de una cuerda. Lo único que tengo es una faja de mi abuela, ¡pero prefiero enfriarme a ponerme eso antes de los ochenta años”. Apago la luz. Suena “hora 25” Yo creo que pretende que enloquezca. Unas horas después la oigo roncar. A cada ronquido, me entra un escalofrío.  Al fin amanece. No he pegado ojo. Me levanta a voces y me manda desayunar. Empieza a quejarse de sus dolores. Dice que no ha podido dormir en toda la noche por culpa de ellos. Me pregunta por qué doy cabezadas contra la pared. Me tomo sus pastillas y vuelve a empezar el día. Pasa una semana.

Mi madre me viene a buscar. Sé que están compinchadas, porque cuando creía que nos íbamos a ir, veo otra maleta en la puerta y me echo a llorar. Están de obras en casa. ¡Nos quedamos hasta que acaben! “¡¡Nooo!!”


P.D. Pondría un alegre y colorido FIN como este, pero aún no acabaron las obras en mi casa…

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